El secreto de las lilas marchitas: una hija, dos vidas
—¿Sabes? También era mi padre.
Las palabras de la desconocida me atravesaron como un cuchillo. El aire frío del cementerio de La Almudena me quemaba los pulmones, pero el hielo real estaba dentro de mí. Me giré despacio, sin soltar el ramo de lilas que apretaba con tanta fuerza que los tallos se partieron. La mujer tenía el pelo oscuro recogido en una trenza, los ojos hinchados de llorar. No la había visto nunca, y sin embargo, en su mirada había algo familiar, algo que me hizo temblar.
—¿Cómo dices? —logré susurrar, la voz rota.
Ella bajó la vista, como si le pesara el mundo.—Me llamo Lucía. Mi madre es Carmen… Carmen Ruiz. Quizá te suene.
Carmen Ruiz. El nombre retumbó en mi cabeza como una campana. Mi madre siempre había odiado a esa mujer, aunque nunca entendí por qué. Decía que era una entrometida, una vecina pesada del barrio de Chamberí, pero ahora todo cobraba un sentido nuevo y aterrador.
—No puede ser —murmuré, dando un paso atrás—. Mi padre…
—Era también el mío —insistió Lucía, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Lo supe hace dos años. Él venía a vernos a escondidas. Yo… yo no quería venir hoy, pero sentí que debía despedirme.
El mundo giró bajo mis pies. Mi padre, el hombre que me enseñó a montar en bici por el Retiro, que me llevaba churros los domingos y me leía cuentos de Lorca antes de dormir… ¿Ese hombre tenía otra familia? ¿Otra hija?
La rabia me subió como una ola. Miré a mi alrededor: mi madre, Mercedes, estaba hablando con mi tía Pilar junto al coche fúnebre; mi hermano Álvaro discutía con los del tanatorio sobre los papeles del seguro. Nadie parecía notar el terremoto que acababa de sacudir mi vida.
—¿Por qué ahora? —le espeté a Lucía—. ¿Por qué me lo dices hoy?
Ella se encogió de hombros, temblorosa.—No quería que te enteraras así. Pero… necesitaba verte. Saber si… si te pareces a mí.
Me aparté bruscamente y caminé hacia el muro del cementerio, donde las hojas mojadas formaban charcos oscuros. Sentí que me faltaba el aire. ¿Cuántas veces había mirado a mi padre buscando respuestas? ¿Cuántas veces le pregunté por qué llegaba tarde o por qué olía a perfume barato?
Recordé una noche en particular, hace años. Yo tenía quince años y le esperé despierta hasta las dos de la mañana. Cuando entró, le pregunté dónde había estado. Él me acarició la cabeza y dijo: “A veces la vida es más complicada de lo que parece, hija.”
Ahora entendía todo.
Lucía se acercó despacio.—¿Puedo… puedo darte mi número? No quiero perderte también a ti.
La miré con rabia y tristeza.—No sé si quiero saber nada más —le dije—. No hoy.
Ella asintió y dejó un papel doblado en mi abrigo antes de marcharse entre las lápidas.
Me quedé sola bajo la lluvia fina, mirando la tumba recién cubierta. Las lilas ya estaban marchitas, aplastadas por la tierra húmeda. Sentí una punzada en el pecho: ¿quién era yo realmente? ¿La hija única de un hombre ejemplar o la protagonista involuntaria de una mentira?
Esa noche, en casa, el silencio era tan denso que dolía. Mi madre preparaba café en la cocina; el aroma no conseguía tapar el olor a humedad que traía conmigo del cementerio.
—¿Estás bien? —preguntó ella sin mirarme.
—¿Quién es Carmen Ruiz? —solté de golpe.
El café se derramó sobre la encimera. Mi madre se quedó quieta, con las manos temblando.—¿Por qué preguntas eso?
—Hoy he conocido a Lucía —dije—. Dice que es hija de papá… y de Carmen.
El silencio fue absoluto. Mi madre se sentó frente a mí, los ojos rojos.—Lo supe hace años —confesó—. Tu padre… cometió errores. Pero siempre volvió a casa.
—¿Y nunca pensaste en decírmelo?
—Quise protegerte —susurró—. Pensé que si hacíamos como si nada hubiera pasado… podríamos seguir adelante.
Me levanté bruscamente.—No quiero vivir en una mentira.
Subí a mi habitación y me encerré con llave. Saqué el papel arrugado del bolsillo: “Lucía – 654 23 78 12”. Lo miré durante horas, incapaz de decidir si quería llamarla o quemarlo.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi hermano Álvaro no entendía por qué estaba tan distante; mi madre apenas salía del dormitorio; los vecinos cuchicheaban en el portal cada vez que pasaba.
Una tarde, recibí un mensaje: “Hola, soy Lucía. Solo quería saber cómo estás.”
No respondí al principio. Pero esa noche soñé con mi padre: estaba sentado en nuestro sofá azul, leyendo el periódico como siempre, pero cuando levantaba la vista tenía los ojos de Lucía.
Al día siguiente le escribí: “Quedamos.”
Nos vimos en una cafetería cerca del parque del Oeste. Lucía llegó nerviosa, con un libro bajo el brazo.—Gracias por venir —dijo—. No quiero hacerte daño.
—Ya lo has hecho —respondí sin poder evitarlo—. Pero supongo que tú tampoco pediste esto.
Hablamos durante horas: de nuestras infancias paralelas, de las ausencias compartidas, de las pequeñas pistas que nunca supimos interpretar. Descubrí que le gustaba el cine clásico como a mí, que odiaba las lentejas y que también tenía miedo a las tormentas eléctricas.
Al despedirnos, sentí algo extraño: una mezcla de dolor y alivio. Tal vez no podía perdonar a mi padre todavía, pero sí podía intentar entenderlo… y quizá encontrar una hermana en medio del desastre.
Hoy sigo preguntándome quién era realmente ese hombre al que tanto quise y tan poco conocí. ¿Somos solo lo que nos cuentan o también lo que descubrimos cuando todo se desmorona?
¿Vosotros habríais perdonado? ¿O preferiríais vivir en la ignorancia?