El Secreto del Anciano en la Esquina
«¡Don Ernesto, su café está listo!» grité desde el mostrador, como lo hacía cada mañana desde hacía dieciocho años. La cafetería «El Buen Sabor» era un refugio para muchos en nuestro pequeño barrio de San Miguel, pero para Don Ernesto, parecía ser más que eso. Siempre llegaba a las siete en punto, con su sombrero de ala ancha y su bastón de madera desgastada. Se sentaba en la esquina, junto a la ventana, donde podía observar el ir y venir de la vida cotidiana.
Era un hombre de pocas palabras, pero su presencia era constante y reconfortante. Sabía que pediría lo mismo: un café negro y una tostada con mantequilla. Sin embargo, lo que más me intrigaba era su mirada perdida, como si estuviera buscando algo más allá del cristal empañado por el vapor del café.
Una mañana, sin previo aviso, Don Ernesto no apareció. Al principio no me preocupé demasiado; después de todo, todos tenemos días en los que simplemente no podemos seguir la rutina. Pero cuando pasaron tres días sin verlo, la inquietud comenzó a crecer en mi pecho.
«¿Has visto a Don Ernesto?» le pregunté a Marta, mi compañera de trabajo.
«No, y es raro. Siempre está aquí,» respondió ella mientras limpiaba una mesa.
La preocupación se convirtió en una sombra que me seguía a todas partes. Decidí ir a su casa después del trabajo. Vivía a unas pocas cuadras de la cafetería, en una pequeña casa de ladrillos rojos con un jardín descuidado.
Toqué la puerta varias veces antes de que una mujer mayor, con el cabello canoso y ojos cansados, abriera.
«¿Puedo ayudarla?» preguntó con voz temblorosa.
«Disculpe, soy Nicole, la mesera de la cafetería donde Don Ernesto solía ir todos los días. Estoy preocupada porque no lo he visto en varios días,» expliqué.
La mujer suspiró profundamente. «Soy Rosa, su hermana. Ernesto está en el hospital. Tuvo un infarto hace unos días,» dijo con tristeza.
Mi corazón se hundió al escuchar esas palabras. «¿Puedo visitarlo?»
Rosa asintió y me dio la dirección del hospital. Al día siguiente, después de mi turno, fui a verlo. Cuando llegué a su habitación, lo encontré conectado a varias máquinas, su rostro pálido y frágil.
«Don Ernesto,» susurré mientras me acercaba a su cama.
Sus ojos se abrieron lentamente y me miraron con una mezcla de sorpresa y gratitud. «Nicole,» murmuró con voz débil.
Pasé las siguientes horas escuchando sus historias sobre su juventud, sus sueños y las razones detrás de su rutina diaria en la cafetería. Me confesó que había perdido a su esposa hace muchos años y que la esquina de la cafetería le recordaba los momentos felices que compartieron juntos.
«Ella siempre se sentaba allí,» dijo señalando hacia la ventana imaginaria. «Era nuestro lugar especial.»
Las lágrimas llenaron mis ojos al comprender el profundo significado de su presencia diaria en «El Buen Sabor». No era solo una rutina; era un homenaje silencioso a un amor perdido.
Don Ernesto falleció unos días después de nuestra conversación. Su ausencia dejó un vacío en la cafetería y en mi corazón. En su funeral, Rosa me entregó una carta que él había escrito para mí.
«Querida Nicole,» comenzaba la carta. «Gracias por ser una constante en mi vida cuando todo lo demás parecía desvanecerse. Tu amabilidad y sonrisa iluminaron mis días más oscuros.»
Guardé la carta como un tesoro preciado, recordando siempre el impacto que una simple taza de café puede tener en la vida de alguien.
Ahora, cada vez que veo la esquina vacía de la cafetería, me pregunto: ¿Cuántas historias más se esconden detrás de las miradas perdidas y las rutinas diarias? ¿Cuántas veces pasamos por alto el dolor ajeno sin darnos cuenta? Quizás sea hora de mirar más allá del cristal empañado y descubrir las historias ocultas que nos rodean.