El secreto del pozo: Memorias de una vida marcada por el agua y el silencio

—¡Doña Rosa! ¿Otra vez va usted sola al pozo? —gritó Carmen desde la ventana, con ese tono entre preocupación y fastidio que ya me sé de memoria.

No respondí. El alba apenas despertaba sobre el caserío, y yo, con los baldes de madera colgando de los hombros, sentía el crujir de mis huesos y el eco de mis pensamientos. El sendero era angosto, bordeado de maleza y piedras, pero lo conocía mejor que la palma de mi mano. A mis setenta y tres años, cada paso era un desafío, pero también una declaración: aún puedo, aún soy necesaria.

El pozo está al final del pueblo, junto a la ceiba vieja. El agua es fría, transparente, y para mí es más que un recurso: es un altar donde deposito mis culpas y mis recuerdos. Nadie entiende por qué insisto en ir yo misma. Mi nuera Carmen dice que es terquedad, que debería quedarme en casa, dejar que los jóvenes se ocupen. Pero ella no sabe lo que pesa la memoria ni lo que se esconde en el fondo del pozo.

—Mamá, ¿por qué no dejas que Carmen o yo traigamos el agua? —me preguntó anoche mi hijo Luis, con esa voz cansada de quien ya ha perdido demasiadas batallas.

—Porque hay cosas que sólo una puede cargar —le respondí, sin mirarlo a los ojos.

Luis suspiró. Desde que murió su padre, la casa se llenó de silencios. Carmen llegó poco después, con su risa fácil y sus ideas modernas. No tardó en notar las grietas en las paredes ni las grietas en mi alma. Intentó arreglarlo todo a su manera: cambiando muebles, pintando paredes, ordenando horarios. Pero hay cosas que no se arreglan con pintura ni con horarios.

El pueblo entero murmura sobre mí. Dicen que estoy loca, que hablo sola mientras bajo el balde al pozo. No saben que le hablo a mi hermana Lucía, la que desapareció una noche hace cuarenta años. Nadie volvió a verla. Algunos dicen que se fue con un hombre del circo; otros, que la tierra la tragó. Yo sé la verdad, pero nunca la he dicho en voz alta.

Hoy el agua está más fría que nunca. Me arrodillo junto al brocal y dejo caer el balde. El sonido hueco me recuerda a los golpes en la puerta aquella noche fatídica. Lucía lloraba; yo tenía miedo. Mamá gritaba desde la cocina y papá no estaba. Siempre faltaba cuando más lo necesitábamos.

—¿Por qué sigues viniendo aquí? —escucho la voz de Carmen detrás de mí. No la vi llegar.

—Porque aquí encuentro paz —le digo sin mirarla.

—¿Paz? ¿O culpa? —insiste ella, cruzando los brazos.

Me quedo callada. Carmen siempre fue directa, como si las palabras no dolieran. Pero yo aprendí a tragarme las palabras y los llantos.

—Luis está preocupado por ti —continúa—. Dice que últimamente hablas dormida… Que mencionas a Lucía.

El nombre de mi hermana flota entre nosotras como una nube negra.

—No te metas en lo que no entiendes —le espeto, más brusca de lo que quisiera.

Carmen suspira y se sienta a mi lado. Por un momento, sólo se escucha el canto lejano de un gallo y el rumor del viento entre las hojas.

—Mi mamá también tenía secretos —dice al fin—. Nunca me los contó. Se murió llevándoselos consigo… Y yo me quedé con las preguntas.

La miro por primera vez en años como a una igual: una mujer marcada por lo que calla.

—¿Tú crees en los fantasmas? —le pregunto.

Carmen sonríe triste.—En los del pasado, sí.

El balde sube pesado, lleno hasta el borde. El agua tiembla bajo la luz del sol naciente. Me veo reflejada: vieja, cansada… pero aún viva.

Regresamos juntas a casa. Luis nos espera en la puerta, con esa mirada ansiosa de quien teme perderlo todo otra vez.

—¿Todo bien? —pregunta.

Carmen asiente y yo le entrego uno de los baldes. Por primera vez en mucho tiempo, dejo que alguien comparta mi carga.

Esa noche no puedo dormir. Los recuerdos me asaltan: Lucía llorando, yo cerrando la puerta con llave… Mamá gritando que no salga… El silencio después del portazo…

Me levanto y salgo al patio. La luna ilumina el pozo a lo lejos. Siento la presencia de Lucía como una sombra suave sobre mis hombros.

Al día siguiente, reúno a Luis y a Carmen en la mesa. Mis manos tiemblan mientras sirvo café.

—Tengo algo que contarles —digo al fin—. Algo que he guardado demasiado tiempo.

Luis me mira sorprendido; Carmen aprieta su mano bajo la mesa.

Respiro hondo y empiezo a hablar: de aquella noche, del miedo, del error fatal de dejar sola a Lucía cuando más me necesitaba… De cómo nunca volví a verla y de cómo cada gota de agua del pozo me recuerda lo que perdí.

Las lágrimas corren libres por mis mejillas. Luis llora conmigo; Carmen me abraza fuerte.

Por primera vez en cuarenta años siento alivio. El secreto ya no me pertenece solo a mí; ahora es nuestro. El pozo sigue ahí, pero ya no pesa tanto cargar los baldes si alguien camina a mi lado.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en nuestros pueblos cargan secretos tan pesados como estos? ¿Cuántas veces el silencio nos separa más que la distancia? ¿Y si nos atreviéramos a hablar antes de que sea demasiado tarde?