El secreto oscuro de la finca: traición bajo el mismo techo

El olor a quemado me despertó de golpe, como si alguien hubiera tirado un balde de agua fría sobre mi cara. —¡Mamá! —grité, con la voz quebrada por el miedo. El humo se colaba por debajo de la puerta de nuestra pequeña habitación en la finca de los Ramírez, donde mi mamá y yo trabajábamos desde hacía casi un año. Ella se levantó de un salto, con los ojos abiertos como platos.

—¡Santiago, agarra el balde! —me ordenó, mientras corría hacia la cocina improvisada para buscar agua. El fuego venía del galpón donde guardábamos el maíz recién cosechado. Corrí descalzo, tropezando con las piedras del patio, y sentí el calor pegajoso en la cara antes de ver las llamas. La finca estaba en medio de la nada, en las afueras de San Vicente, Misiones. No había nadie más que nosotros y los otros peones, pero esa noche sentí que estábamos completamente solos.

Logramos apagar el fuego con ayuda de don Ernesto, el capataz, y dos peones más. Cuando todo terminó, el maíz estaba arruinado y el galpón olía a muerte. Don Ernesto nos miró con desconfianza. —Esto no fue un accidente —dijo, señalando un trapo empapado en gasolina tirado cerca de la puerta—. Alguien quiere vernos jodidos.

Mi mamá me apretó el brazo. Sabía que no éramos bienvenidos del todo. Habíamos llegado a esa finca después de perderlo todo en una inundación en Corrientes. Los Ramírez nos dieron trabajo y techo a cambio de cuidar los animales y ayudar en la cosecha. Pero algunos peones murmuraban que éramos «parásitos» o «gente de paso». Yo tenía 17 años y sentía el peso de cada mirada.

Esa noche no dormimos. Mi mamá se sentó a mi lado en la cama, acariciándome el pelo como cuando era chico. —Santi, tenemos que tener cuidado —susurró—. No confíes en nadie, ni siquiera en los que parecen amigos.

Al día siguiente, la tensión se podía cortar con cuchillo. Don Ernesto reunió a todos bajo el árbol grande del patio. —Aquí hay un traidor —dijo—. Si alguien sabe algo, más vale que hable ahora.

Nadie dijo nada. Vi a Pedro, el peón más viejo, mirar a mi mamá con odio. A su lado, Lucía, la cocinera, bajaba la cabeza y apretaba los labios. Sentí una punzada en el estómago: ¿y si nos culpaban a nosotros?

Esa tarde, mientras ayudaba a mi mamá a ordeñar las vacas, escuché voces detrás del establo.

—Te dije que no iba a funcionar —susurró una voz ronca—. Ahora todos sospechan.

—Cállate, idiota —respondió otra voz más aguda—. Si siguen perdiendo cosechas, don Ernesto va a tener que vender la finca.

Me escondí detrás de unos fardos de pasto y vi a Pedro y Lucía discutiendo acaloradamente. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Por qué querrían sabotear la finca? ¿Y qué tenía que ver mi mamá y yo en todo esto?

Esa noche le conté todo a mi mamá. Ella me miró con ojos llenos de miedo y rabia.

—No podemos quedarnos callados —dijo—. Pero si hablamos, capaz nos echan o algo peor.

No dormimos otra vez. Al amanecer, encontramos una nota clavada en la puerta: «Los forasteros traen mala suerte». Mi mamá lloró en silencio mientras yo apretaba los puños hasta que me dolieron.

Pasaron los días y los sabotajes siguieron: animales enfermos, herramientas rotas, comida echada a perder. El ambiente se volvió irrespirable. Don Ernesto empezó a sospechar de todos, pero sobre todo de nosotros.

Una tarde, mientras recogía leña cerca del arroyo, escuché pasos detrás mío. Me di vuelta y vi a Lucía con los ojos desorbitados.

—¿Qué viste esa noche? —me preguntó en voz baja.

—Nada —mentí—. Solo ayudé a apagar el fuego.

Ella se acercó tanto que pude oler el sudor agrio en su piel.

—Si dices algo, te vas a arrepentir —susurró—. Aquí nadie protege a los extraños.

Corrí hasta la casa temblando. Le conté todo a mi mamá y decidimos hablar con don Ernesto esa misma noche.

Cuando llegamos a su oficina, él nos miró con cansancio.

—¿Qué quieren? —preguntó sin levantar la vista de sus papeles.

Mi mamá tomó aire y le contó todo: lo que escuché detrás del establo, las amenazas de Lucía, las sospechas sobre Pedro.

Don Ernesto se quedó callado un rato largo. Finalmente suspiró.

—No puedo confiar en nadie aquí —dijo—. Pero si están diciendo la verdad, necesito pruebas.

Nos fuimos con el corazón apretado. Esa noche planeamos vigilar el galpón entre los dos.

A medianoche vimos una sombra moverse entre los árboles. Era Pedro, cargando un bidón de gasolina. Lo seguimos en silencio hasta que lo vimos verter gasolina sobre los fardos de pasto.

Mi mamá salió corriendo y le gritó:

—¡¿Qué estás haciendo?!

Pedro se dio vuelta como un animal acorralado.

—¡Ustedes arruinaron todo! —gritó—. Antes de que llegaran, esta finca era nuestra familia. Ahora solo hay problemas.

Don Ernesto apareció detrás nuestro con una linterna y vio todo.

Esa noche Pedro fue echado de la finca y Lucía desapareció sin dejar rastro. Don Ernesto nos agradeció por haber hablado, pero el ambiente nunca volvió a ser igual.

Mi mamá y yo seguimos trabajando allí unos meses más, pero sabíamos que ya no éramos bienvenidos. La desconfianza había echado raíces profundas.

Finalmente nos fuimos al pueblo buscando empezar de nuevo. A veces me pregunto si hicimos lo correcto al hablar o si solo aceleramos lo inevitable: que los forasteros nunca son realmente parte de ningún lugar.

¿Vale la pena decir la verdad cuando sabes que igual te van a señalar? ¿O es mejor callar y sobrevivir? ¿Ustedes qué harían?