El sepulcro desaparecido: La verdad que desgarró a mi familia y a mi pueblo
—¡No puede ser! —grité, con la voz rota, mientras caía de rodillas sobre la tierra húmeda del cementerio. El sol apenas asomaba entre las nubes grises de la mañana, y el aire olía a tierra mojada y a flores marchitas. Don Manuel, el sepulturero, se acercó corriendo, con el rostro pálido y las manos temblorosas.
—Carmen, yo… yo no sé qué ha pasado. Anoche estaba todo en su sitio, te lo juro por mi madre —balbuceó, evitando mirarme a los ojos.
No podía creerlo. La lápida de mi hijo Álvaro, por la que había ahorrado durante años limpiando casas y vendiendo dulces en la plaza, había desaparecido. Ni una piedra, ni una flor. Solo quedaba la tierra removida y el hueco vacío donde antes reposaba el recuerdo de mi niño.
Me levanté como pude, con las rodillas llenas de barro y el corazón hecho trizas. Sentí la mirada de los vecinos clavada en mi espalda. Sabía que muchos pensaban que estaba loca por venir cada día al cementerio, pero para mí era lo único que me quedaba de Álvaro. Desde aquel accidente en la carretera nacional, nada tenía sentido.
Corrí a casa de mi hermana Lucía, la única persona en quien confiaba desde que mi marido, Antonio, se marchó con otra mujer del pueblo vecino. Ella me abrió la puerta antes de que pudiera llamar.
—Carmen, ¿qué ha pasado? Te he visto salir corriendo del cementerio —preguntó, abrazándome fuerte.
—¡Han robado la lápida de Álvaro! ¡La han arrancado como si no valiera nada! —sollozaba yo, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Lucía me llevó a la cocina y me sirvió un café fuerte. Mientras intentaba calmarme, escuché voces en la calle. Los vecinos se arremolinaban frente a nuestra puerta, cuchicheando.
—Dicen que fue cosa de los gitanos —susurró una vecina desde la ventana.
—¡Eso es mentira! —grité, saliendo al portal—. Aquí nadie tiene derecho a tocar lo que no es suyo.
Pero las habladurías crecían como la espuma. Algunos decían que era una venganza por viejas disputas familiares; otros, que era cosa de brujería o de algún ritual extraño. El pueblo de San Bartolomé siempre había sido pequeño y cerrado, y cualquier suceso se convertía en motivo de sospecha y división.
Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana, mirando las luces lejanas del cementerio. Recordé la última vez que vi a Álvaro con vida: tenía diecisiete años y soñaba con irse a Madrid para estudiar música. Pero el destino fue cruel y lo arrebató de mi lado en un instante.
A la mañana siguiente fui al ayuntamiento para exigir respuestas. El alcalde, don Ramón, me recibió con gesto serio.
—Carmen, entiendo tu dolor, pero no podemos acusar sin pruebas. La Guardia Civil está investigando —dijo, intentando sonar comprensivo.
—¡No quiero palabras! ¡Quiero justicia! —le respondí, golpeando la mesa con el puño.
Salí del despacho sintiéndome más sola que nunca. Decidí buscar respuestas por mi cuenta. Empecé a preguntar a los vecinos uno por uno. Algunos me cerraron la puerta en las narices; otros bajaban la mirada o cambiaban de tema.
Hasta que llegué a casa de Rosario, una anciana que siempre había sido amiga de mi familia. Me abrió con los ojos llenos de lágrimas.
—Carmen… hay cosas que es mejor no remover —susurró—. Pero si quieres saber la verdad, habla con tu cuñado Miguel.
Miguel era el hermano menor de Antonio y siempre había tenido celos de Álvaro. Decían que nunca superó que su propio hijo, Sergio, fuera expulsado del instituto mientras Álvaro era el orgullo del pueblo.
Fui a buscarlo al bar del pueblo. Lo encontré bebiendo solo en una mesa oscura.
—¿Qué quieres? —me espetó sin mirarme.
—Quiero saber si tú tuviste algo que ver con la desaparición de la lápida —le dije, mirándole fijamente.
Miguel soltó una carcajada amarga.
—¿De verdad crees que me rebajaría a eso? Bastante tengo con mis propios problemas —dijo, pero noté un temblor en su voz.
Antes de irme, escuché cómo murmuraba algo entre dientes: “A veces es mejor dejar el pasado donde está”.
Esa frase se me quedó grabada. Decidí volver al cementerio esa misma noche. Llevé una linterna y recorrí cada rincón buscando alguna pista. Detrás de unos arbustos encontré restos de piedra rota y flores marchitas. Alguien había intentado ocultar los restos.
Al día siguiente llevé lo que encontré a la Guardia Civil. El sargento Morales me escuchó con atención.
—Esto no es un simple robo —dijo—. Alguien quería borrar el recuerdo de tu hijo.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora. El pueblo se dividió: unos defendían a mi familia; otros decían que todo era culpa mía por remover viejas heridas. Las discusiones llegaron hasta la iglesia y el mercado. Nadie quería hablar abiertamente, pero todos tenían algo que ocultar.
Una tarde recibí una carta anónima bajo la puerta: “Si quieres saber toda la verdad sobre Álvaro, busca en el desván del viejo molino”.
El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar. Fui al molino al caer la noche, acompañada solo por mi miedo y mi rabia. Subí las escaleras crujientes hasta el desván y allí encontré una caja polvorienta llena de cartas y fotografías.
Entre ellas había una carta dirigida a mí, escrita por Antonio antes de marcharse:
“Carmen: Perdóname por todo el daño que te he hecho. Hay cosas sobre Álvaro que nunca te conté. No era mi hijo… Rosario lo sabía desde el principio. Por eso Miguel nunca lo soportó”.
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Todo lo que creía saber sobre mi familia era mentira. Corrí a casa de Rosario exigiendo respuestas.
—Carmen… yo solo quería protegerte —lloró ella—. Antonio te amaba, pero no podía soportar vivir con esa mentira…
El pueblo entero supo pronto la verdad: Álvaro era hijo de un hombre al que nunca conocí realmente, un forastero que pasó por el pueblo hace casi veinte años. Miguel había destruido la lápida para vengarse de una historia que nunca fue suya.
La noticia dividió aún más al pueblo: algunos me apoyaron; otros me dieron la espalda para siempre. Pero yo ya no tenía miedo ni vergüenza: Álvaro siempre sería mi hijo, aunque su sangre no fuera la misma.
Hoy sigo visitando su tumba cada día, aunque ya no haya lápida ni flores frescas. Solo queda mi amor y el recuerdo imborrable de su sonrisa.
A veces me pregunto: ¿merece la verdad tanto dolor? ¿O es mejor vivir con las mentiras que nos permiten seguir adelante? ¿Qué habríais hecho vosotros en mi lugar?