El silencio de la abuela Rosa

—¿Cómo puedes hacerle eso a tus propios nietos, Rosa? ¡Son unos niños! —La voz de doña Carmen, mi vecina, retumbó en el auricular del teléfono como una bofetada inesperada.

Sentí que la taza de café temblaba en mis manos. La dejé caer sobre el platito con tal fuerza que un hilo oscuro se deslizó por el mantel bordado, manchando las flores que mi madre había cosido hace décadas. Afuera, el bullicio del barrio de San Miguel seguía su curso: vendedores ambulantes, niños jugando fútbol en la calle, el olor a pan recién horneado colándose por la ventana. Pero dentro de mi casa, sólo había silencio y reproche.

—Carmen, no te metas en lo que no entiendes —respondí, intentando mantener la voz firme, aunque sentía que se me quebraba por dentro.

—¡Pero Rosa! ¿Qué te han hecho esos angelitos? ¿Por qué no quieres verlos? —insistió ella, con esa mezcla de indignación y compasión que sólo las viejas amigas saben usar.

Colgué sin responder. Me quedé mirando la mancha de café, como si en ella pudiera leer las respuestas a todas las preguntas que me atormentaban desde hacía años. ¿Por qué rechacé a mis nietos? ¿Por qué no podía perdonar a mi hija Lucía?

La historia es larga y dolorosa. Lucía era mi única hija. La crié sola después de que su padre nos abandonara por otra mujer cuando ella apenas tenía cinco años. Trabajé como enfermera en el hospital público, haciendo turnos dobles para que nunca le faltara nada. Pero Lucía siempre fue rebelde, siempre buscando algo más allá de lo que yo podía ofrecerle.

Cuando cumplió diecisiete años, se enamoró de un muchacho del barrio vecino: Julián, un chico bueno pero pobre, sin estudios ni futuro claro. Le advertí mil veces que ese camino sólo traería sufrimiento. Pero Lucía no escuchó. Se fue de la casa una noche de lluvia, dejando una nota apresurada sobre la mesa: «Mamá, no me busques. Necesito vivir mi vida».

Pasaron meses sin saber nada de ella. Cada vez que sonaba el teléfono, mi corazón se detenía. Imaginaba lo peor: que estaba enferma, que le había pasado algo malo. Pero no. Un día volvió, con el vientre abultado y los ojos llenos de miedo.

—Mamá… estoy embarazada —me dijo apenas cruzó la puerta.

No sé qué me dolió más: su ausencia o su regreso así, derrotada y necesitada. La recibí, claro. Le preparé sopa caliente y le ofrecí mi cama. Pero dentro de mí, algo se rompió para siempre.

Lucía tuvo gemelos: Mateo y Camila. Dos criaturas hermosas, con los ojos grandes y curiosos como los de su madre cuando era niña. Pero yo no podía mirarlos sin sentir una mezcla amarga de amor y resentimiento. Cada vez que los cargaba en brazos, recordaba las noches en vela esperando noticias de Lucía, los insultos del barrio por ser «la madre de la descarriada», las lágrimas derramadas en soledad.

Julián intentó hacer lo correcto: buscó trabajo en una fábrica y alquilaron un cuartito en la periferia. Pero la vida era dura y pronto empezaron las peleas. Lucía venía a casa a pedirme ayuda, pero yo sólo le ofrecía consejos duros y miradas frías.

—Mamá, ¿por qué eres así conmigo? —me preguntó una tarde mientras los niños jugaban en el suelo.

—Porque te advertí —le respondí sin mirarla—. Porque no escuchaste.

Los años pasaron y la distancia entre nosotras creció como una grieta imposible de cerrar. Lucía dejó de visitarme. Sólo supe de ella por chismes del barrio: que Julián la había dejado, que trabajaba limpiando casas para mantener a los niños, que Mateo tenía problemas en la escuela.

Un día, tocaron a mi puerta. Era Camila, ya una adolescente alta y delgada, con el cabello recogido en una trenza desordenada.

—Abuela… mamá está enferma —me dijo con voz temblorosa—. No tenemos a dónde ir.

Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarla, decirle que todo estaría bien. Pero el orgullo pudo más.

—No puedo ayudarles —dije bajando la mirada—. Ya no soy joven ni fuerte. Busquen ayuda con su tía Marta.

Camila se fue llorando. Desde entonces no volví a verlas.

Ahora, cada vez que escucho risas infantiles en la calle o veo a otras abuelas jugando con sus nietos en la plaza, me invade una tristeza profunda. ¿En qué momento me convertí en esta mujer fría e incapaz de perdonar?

A veces sueño con Lucía pequeña, corriendo por el patio con los pies descalzos y la risa fácil. Despierto empapada en lágrimas y con el corazón apretado por la culpa.

Hace unos días recibí una carta de Camila:

«Abuela Rosa,
Sé que estás enojada con mamá y con nosotros. Pero quería decirte que te extraño. Mateo también pregunta por ti. Mamá está mejorando poco a poco. Si algún día quieres vernos, aquí estaremos.
Con cariño,
Camila»

Leí la carta una y otra vez hasta que las palabras se borraron entre mis lágrimas.

Hoy me siento frente a la ventana viendo cómo cae la tarde sobre San Miguel. El aroma del pan recién horneado me recuerda tiempos mejores. Me pregunto si aún tengo tiempo para remendar lo roto o si ya es demasiado tarde para pedir perdón.

¿Vale más el orgullo que el amor? ¿Cuántas familias en nuestro país se rompen por heridas viejas y palabras no dichas? ¿Y si mañana ya no tengo oportunidad de abrazar a mis nietos?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Buscarían a sus nietos o dejarían que el pasado siga dictando su destino?