El silencio de Marcos: Entre regalos y ausencias
—¿Por qué nunca llama Marcos? —me pregunto en voz alta mientras sello el último sobre con billetes recién sacados del banco. Es diciembre y la casa huele a sopa de ajo y leña. La mesa está llena de sobres: uno para Lucía, otro para Paula, y el último, el más grueso, para Marcos.
Lucía y Paula siempre me llaman. “¡Abuela Carmen! ¡Gracias! Me voy a comprar unas botas para la lluvia”, dice Lucía. Paula me cuenta sus planes para un viaje a Granada con amigas. Sus voces llenan mi salón de alegría, aunque sea por teléfono. Pero Marcos… Marcos nunca responde. Ni un mensaje, ni una llamada. Solo silencio.
Recuerdo cuando era pequeño y venía corriendo a mis brazos en las fiestas del pueblo. Ahora estudia Derecho en Madrid y parece que el mundo se le queda pequeño. “Está muy ocupado”, dice mi hija Marta, su madre, cada vez que saco el tema. Pero yo sé que no es solo eso.
La última vez que vi a Marcos fue hace dos años, en la comunión de su prima. Llegó tarde, con ojeras y una mochila deshilachada. Apenas me miró a los ojos. “Hola, abuela”, murmuró antes de encerrarse en el móvil. Sentí un nudo en el estómago, pero no dije nada.
—¿Por qué le sigues mandando dinero si ni siquiera te llama? —me preguntó mi hermana Pilar la semana pasada mientras tomábamos café en la terraza.
—Porque es mi nieto —respondí, casi sin pensarlo—. Y porque quiero que sepa que pienso en él.
Pero la verdad es que cada vez que firmo ese cheque siento una mezcla de esperanza y resentimiento. ¿Será que espera el dinero como una obligación? ¿O simplemente no le importa?
El día de Navidad, la casa se llena de risas y voces. Lucía y Paula me abrazan fuerte. Marta ayuda a poner la mesa mientras su marido, Antonio, cuenta chistes malos. Pero el sitio de Marcos está vacío. “No ha podido venir, abuela”, dice Marta con una sonrisa forzada. “Tiene exámenes”.
Después de la comida, subo a mi habitación y saco una caja de fotos antiguas. Encuentro una de Marcos con seis años, disfrazado de pirata en la playa de Sanlúcar. Me echo a llorar.
Esa noche, no puedo dormir. Me levanto y escribo una carta para Marcos:
“Querido Marcos,
No sé si este dinero te ayuda o te molesta. Solo quiero que sepas que te echo de menos. Me gustaría saber cómo estás, aunque sea con un mensaje corto. La abuela.”
No sé si la enviaré.
A los pocos días, recibo un mensaje inesperado en el móvil:
“Hola abuela. Gracias por el regalo. Perdona que no haya llamado antes. Estoy hasta arriba con la uni y… bueno, no sé muy bien qué decirte.”
Me quedo mirando la pantalla mucho rato. No es una llamada ni una visita, pero es algo.
En la sobremesa del domingo siguiente, saco el tema con Marta:
—¿Crees que hago mal en seguir mandándole dinero?
Marta suspira:
—Mamá, cada uno lleva las cosas a su manera. Marcos está pasando una época difícil desde que papá se fue…
Me quedo helada. Nunca hablamos de la marcha de mi marido hace cinco años; fue un golpe duro para todos, pero sobre todo para Marcos, que era su nieto favorito.
—Quizá deberías decirle lo que sientes —añade Marta—. No solo mandarle dinero.
Esa noche llamo a Marcos. Tarda en contestar.
—¿Abuela? —su voz suena cansada.
—Solo quería oírte —digo—. No hace falta que me des las gracias por el dinero. Solo quiero saber cómo estás.
Silencio al otro lado.
—Estoy bien… Bueno, no del todo —admite al fin—. Echo de menos a abuelo… Y a veces siento que no encajo aquí ni allí.
Me duele oírlo así.
—Te quiero mucho, Marcos —le digo—. El dinero no importa; lo importante eres tú.
Colgamos después de unos minutos hablando de cosas pequeñas: exámenes, amigos, la lluvia en Madrid.
Esa noche duermo mejor.
Ahora sigo enviando los sobres dos veces al año, pero también mando mensajes cortos: “¿Cómo va todo?”, “¿Has comido bien hoy?”. A veces responde; otras veces no. Pero ya no espero tanto una llamada de agradecimiento como una señal de vida.
Me pregunto si otras abuelas sienten lo mismo: ¿Nos volvemos invisibles para nuestros nietos cuando crecen? ¿O es solo miedo a enfrentarse al pasado? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?