El silencio de Victoria: Lo que no se ve tras la puerta del aula

—Victoria, ¿quieres pintar conmigo? —le pregunté mientras el resto de la clase gritaba y reía alrededor de la mesa de plastilina.

Ella no respondió. Bajó la cabeza y apretó el lápiz con tanta fuerza que pensé que se le iba a romper entre los dedos. Era lunes por la mañana y, como cada lunes, Victoria llegaba al aula con los ojos hinchados y el pelo recogido de cualquier manera. Me acerqué un poco más, intentando no asustarla.

—¿Te apetece usar los colores nuevos? —insistí, mostrando los rotuladores que había comprado el fin de semana con mi propio dinero.

Victoria levantó la mirada apenas un segundo. Sus ojos marrones, enormes, parecían pedir ayuda sin atreverse a pronunciar palabra. Me senté a su lado. El bullicio de los niños se desvaneció en mi cabeza. Solo existíamos ella y yo en ese instante.

No era la primera vez que notaba algo extraño. Desde septiembre, cuando empezó el curso, Victoria nunca participaba en los juegos. Su ropa siempre era la misma: un jersey azul desteñido y unos pantalones con rodilleras cosidas a mano. Pero lo que más me inquietaba era su silencio. Un silencio denso, casi físico, que llenaba el aula cada vez que intentaba acercarme.

Una tarde, mientras recogía los juguetes, escuché a Lucía, una de las compañeras de Victoria, susurrar:

—Mi mamá dice que la mamá de Victoria está siempre triste y que su papá grita mucho.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No era la primera vez que escuchaba rumores sobre familias complicadas en el barrio, pero algo en la forma en que Lucía lo dijo me hizo pensar que había más de lo que parecía.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si debía hablar con la orientadora del colegio o si estaba exagerando. Al día siguiente, decidí observar más de cerca. Durante el recreo, vi cómo Victoria se apartaba del grupo y se sentaba sola en un rincón del patio. Me acerqué despacio.

—¿Te encuentras bien, cielo? —pregunté con voz suave.

Ella asintió sin mirarme. Me senté a su lado y saqué una galleta de mi bolso.

—¿Quieres?

Tardó unos segundos en aceptar. Cuando por fin cogió la galleta, noté que sus manos temblaban ligeramente.

—¿Te gusta venir al cole?

Esta vez me miró directamente a los ojos. Vi miedo y algo más: una súplica muda.

—A veces —susurró apenas audible.

Me mordí el labio para no llorar. Sabía que tenía que hacer algo, pero ¿qué? El protocolo del colegio era claro: si sospechaba de maltrato o negligencia, debía informar a la dirección y al equipo de orientación. Pero también sabía lo difícil que era demostrar algo sin pruebas claras.

Esa misma semana, durante una reunión con los padres, vi llegar a la madre de Victoria. Era una mujer joven pero envejecida antes de tiempo, con ojeras profundas y una expresión ausente. El padre no vino. Cuando le pregunté por él, bajó la mirada y murmuró:

—Trabaja mucho… casi nunca puede venir.

Intenté hablarle sobre el comportamiento de Victoria, pero ella solo asintió distraída y se despidió apresurada.

Los días pasaron y mi preocupación crecía. Un viernes por la tarde, Victoria llegó al aula con un moratón en el brazo. Me acerqué alarmada.

—¿Qué te ha pasado aquí?

Ella se encogió de hombros.

—Me caí en casa —dijo sin convicción.

No pude más. Fui directamente a la dirección y expuse mis sospechas. La directora, Carmen, me escuchó con atención pero puso cara de resignación.

—Clara, sabes cómo son estas cosas… Si no hay pruebas claras, los servicios sociales no pueden hacer mucho. Ya hemos tenido casos así antes.

Salí del despacho con rabia e impotencia. ¿De qué servía ser maestra si no podía proteger a mis alumnos? Esa noche lloré pensando en Victoria y en todos los niños invisibles atrapados en hogares rotos.

El lunes siguiente faltó a clase. Y el martes también. Llamé a su madre pero nadie contestó. El miércoles apareció finalmente, más callada que nunca. Me acerqué a ella durante la asamblea matinal.

—Victoria, si alguna vez necesitas hablar conmigo… estoy aquí para ayudarte —le susurré al oído.

Ella me miró con lágrimas contenidas y asintió levemente. Ese día dibujó una casa con ventanas negras y una figura pequeña encerrada dentro.

Esa imagen me persiguió durante semanas. Hablé con la orientadora, con la directora, incluso con una amiga psicóloga fuera del colegio. Todos coincidían: sin pruebas claras no podíamos hacer nada más allá de estar atentos y acompañarla lo mejor posible.

Un día, al salir del colegio, vi al padre de Victoria esperándola en la puerta. Era un hombre alto, con voz áspera y mirada dura. Cuando Victoria salió corriendo hacia él, tropezó y cayó al suelo. Él ni siquiera se agachó a ayudarla; solo le gritó:

—¡Levántate ya! ¡Siempre igual! —Su voz retumbó en todo el patio.

Me acerqué rápidamente y ayudé a Victoria a levantarse mientras él nos miraba impaciente.

—¿Está bien? —pregunté intentando mantener la calma.

Él asintió sin mirarme y tiró de la niña bruscamente hacia la calle.

Esa noche volví a llamar a servicios sociales. Les conté todo lo que había visto y sentido durante meses. Me prometieron que harían una visita domiciliaria.

Pasaron semanas sin noticias. Victoria seguía llegando al colegio cada vez más apagada. Un día no vino más. Su madre llamó para decir que se mudaban a otra ciudad por trabajo del padre.

Me quedé mirando su pupitre vacío durante horas aquel viernes lluvioso de abril. Sentí una mezcla de rabia, tristeza e impotencia como nunca antes en mi vida profesional.

A veces me pregunto si hice todo lo posible por ayudarla o si fui otra adulta más incapaz de romper el círculo del silencio. ¿Cuántas Victorias hay ahora mismo esperando ser vistas? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?