El susurro de la ceniza: secretos en la finca de don Ramiro
—¡Mamá, despierta! ¡Hay fuego!— La voz de Emiliano me arrancó del sueño como un balde de agua helada. El olor a humo era tan denso que sentí que me ahogaba antes de abrir los ojos. Me levanté de un salto, tropezando con la silla desvencijada que hacía de mesa de noche en nuestra pequeña habitación al fondo del galpón.
Corrimos hacia la puerta. Afuera, la oscuridad era apenas rota por las llamas que devoraban el cobertizo donde don Ramiro guardaba los fertilizantes. Los gritos se mezclaban con el crepitar del fuego y el llanto de los animales. Vi a don Ramiro corriendo con un balde, su rostro rojo de furia y desesperación.
—¡¿Quién fue el desgraciado?! ¡Esto no es accidente!— bramó mientras lanzaba agua inútilmente contra las llamas.
Emiliano se aferró a mi brazo. Sentí su temblor y supe que no era solo por el frío de la madrugada. Había algo más, algo que no se atrevía a decirme.
Trabajábamos en esa finca desde hacía seis meses, desde que perdimos la casa en Villa María y no nos quedó más remedio que aceptar lo que fuera para sobrevivir. Don Ramiro nos dio un rincón en el galpón y comida a cambio de trabajo duro: limpiar corrales, cosechar maíz, cuidar las vacas. No era vida fácil, pero era vida.
Esa noche, mientras ayudábamos a apagar el incendio, noté que faltaban algunos sacos de fertilizante. No era la primera vez que algo desaparecía o se dañaba misteriosamente: hace dos semanas, alguien había dejado abierta la compuerta del tanque de agua y se perdió casi toda la reserva. Don Ramiro culpó a los peones bolivianos, pero yo sabía que ellos eran tan pobres como nosotros y no arriesgarían su trabajo.
Al día siguiente, el ambiente estaba cargado de sospechas. Don Ramiro reunió a todos bajo el gran ombú:
—Aquí hay un traidor— dijo con voz ronca—. Si no aparece el culpable, todos se van a la calle.
Miré a Emiliano. Tenía los ojos clavados en el suelo y las manos apretadas en puños. Por la tarde, mientras recogíamos los restos calcinados del cobertizo, me susurró:
—Mamá, anoche vi a alguien cerca del galpón antes del incendio.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Quién era?
Dudó un momento antes de responder:
—Creo que era Lucía…
Lucía era la hija mayor de don Ramiro. Siempre fue amable con nosotros, incluso le regaló a Emiliano una campera vieja para el invierno. Pero últimamente estaba distinta: callada, ausente, con ojeras profundas y una tristeza pegada al rostro.
Esa noche, mientras todos dormían, salí al patio fingiendo buscar leña. Vi una sombra moverse cerca del corral. Me acerqué despacio y escuché sollozos ahogados.
—Lucía…— susurré.
Ella se sobresaltó y trató de secarse las lágrimas con la manga.
—¿Qué hacés acá?— preguntó a la defensiva.
—Sé lo que pasó anoche— dije bajando la voz—. Mi hijo te vio cerca del galpón.
Lucía se tapó la boca para no gritar. Sus ojos se llenaron de terror.
—No puedo más…— murmuró—. Papá va a matarme si se entera.
Me contó todo entre sollozos: estaba desesperada por irse de la finca, harta del maltrato de su padre y de cargar con una familia rota desde que su madre murió. Había conocido a un hombre en el pueblo que le prometió ayudarla si conseguía algo de dinero rápido. Por eso empezó a sabotear la finca: robaba fertilizante para venderlo y provocaba daños para forzar a su padre a vender parte de las tierras.
Sentí una mezcla de compasión y rabia. Sabía lo que era sentirse atrapada, sin salida ni futuro. Pero también sabía que si don Ramiro descubría la verdad, nos culparía a todos.
Esa semana fue un infierno. Don Ramiro se volvió más violento; gritaba por cualquier cosa y amenazaba con echar a quien mirara mal. Los peones murmuraban entre ellos; algunos decían que éramos nosotros los culpables porque éramos «recién llegados».
Una tarde, Emiliano llegó corriendo desde el campo:
—Mamá, Lucía está discutiendo con su papá cerca del pozo viejo.
Corrí hasta allá y vi a don Ramiro sujetando a Lucía del brazo con fuerza.
—¡Decime la verdad! ¿Fuiste vos? ¡Te vi rondando el galpón!— gritaba él.
Lucía lloraba y negaba con la cabeza. Me interpuse entre ellos sin pensarlo.
—¡Déjela! No fue ella ni ninguno de nosotros. Si sigue así, nadie va a querer trabajar aquí.—
Don Ramiro me empujó y caí al suelo. Emiliano corrió a ayudarme mientras Lucía aprovechaba para soltarse y huir hacia el monte.
Esa noche no volvió. Don Ramiro salió con la escopeta a buscarla pero regresó solo, furioso y derrotado.
Los días siguientes fueron aún peores: los animales empezaron a enfermarse porque alguien había echado veneno en el agua. Don Ramiro ya no confiaba en nadie; despidió a dos peones sin pruebas y amenazó con llamar a la policía si algo más salía mal.
Emiliano tenía miedo todo el tiempo; yo también, pero debía ser fuerte por él. Una tarde lo encontré llorando detrás del galpón.
—Mamá, ¿por qué siempre nos pasan estas cosas? ¿Por qué nunca podemos tener paz?
Lo abracé fuerte y le prometí que todo iba a mejorar, aunque ni yo misma lo creía.
Una mañana llegó Lucía cubierta de barro y con los ojos hinchados. Se arrodilló ante su padre y le confesó todo delante de todos:
—Fui yo… No podía más… Quería irme lejos…
Don Ramiro cayó de rodillas y lloró como un niño perdido. Por primera vez vi al patrón como un hombre roto por dentro.
Nos miró a todos y dijo:
—Perdón… Les fallé como padre y como patrón…
Esa noche hubo silencio en la finca. Nadie cenó ni habló; solo se escuchaban los grillos y algún perro lejano.
Al día siguiente, don Ramiro nos reunió otra vez bajo el ombú:
—Si quieren irse, pueden hacerlo. Si quieren quedarse, prometo cambiar las cosas…
Muchos se fueron; otros nos quedamos porque no teníamos adónde ir. Lucía se fue al pueblo con una tía; don Ramiro empezó a tratar mejor a todos, aunque nunca volvió a ser el mismo.
Emiliano y yo seguimos trabajando allí un tiempo más hasta juntar lo suficiente para alquilar una piecita en Córdoba capital. Nunca olvidé esa finca ni las noches llenas de miedo e incertidumbre.
A veces me pregunto si realmente podemos escapar alguna vez de los secretos que nos rodean o si solo aprendemos a vivir con ellos… ¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede empezar de nuevo cuando todo parece perdido?