El susurro de los naranjos: la historia de Mariana

—¡Mirá, ahí va la Mariana!— susurró doña Rosa, apretando el delantal contra su pecho mientras yo pasaba frente a la tienda con el cochecito de mi hijo. Sentí el peso de sus ojos clavados en mi espalda, como si cada paso que daba fuera una confesión pública. El sol del mediodía caía fuerte sobre el empedrado, pero nada quemaba más que esas miradas llenas de juicio.

Me llamo Mariana López, tengo veintitrés años y vivo en un pequeño pueblo del interior de Corrientes, donde los naranjos perfuman el aire y los secretos se cuelan por las rendijas de las casas. Desde que quedé embarazada sin estar casada, mi vida se convirtió en tema de conversación en cada esquina. «La hija de Don Ernesto, la que se creyó muy moderna y ahora anda sola con un crío», decían. Mi mamá, Lucía, apenas podía levantar la cabeza cuando iba al mercado. Mi papá dejó de hablarme durante meses.

Recuerdo la noche en que todo cambió. Estaba sentada en la cocina, con las manos temblorosas y el test de embarazo sobre la mesa. Mi mamá entró y me miró a los ojos, buscando una explicación que yo no tenía. —¿De quién es?— preguntó con voz baja, casi temiendo la respuesta.

—De nadie, mamá… Es mío— respondí, tragando lágrimas y orgullo.

Mi papá escuchó desde el pasillo. Golpeó la pared con rabia y salió al patio a fumar, como si el humo pudiera borrar lo que acababa de escuchar. Esa noche no dormí. Escuché a mis padres discutir en voz baja, palabras como «vergüenza», «futuro», «qué va a decir la gente» flotando en el aire como mosquitos en verano.

El padre de mi hijo era un muchacho del pueblo, Tomás, pero cuando le conté lo que pasaba, solo bajó la mirada y murmuró: —No puedo con esto, Mariana. Mi mamá me mata si se entera.— Y así se fue, dejándome sola con un futuro incierto y un corazón hecho trizas.

Los meses siguientes fueron una mezcla de miedo y coraje. Mi mamá me acompañó a las consultas médicas, aunque siempre mirando hacia abajo para evitar las miradas curiosas. Mi papá apenas me dirigía la palabra; solo se limitaba a preguntar si necesitaba algo para el bebé. Yo sentía que cada movimiento mío era observado y juzgado por todo el pueblo.

El día que nació Mateo, mi hijo, fue el más feliz y el más triste de mi vida. Feliz porque lo tenía en mis brazos, triste porque mi papá no entró al hospital ni vino a conocerlo hasta una semana después. Mi mamá lloraba en silencio mientras me ayudaba a amamantarlo.

Volver a casa fue otro desafío. Las vecinas venían con regalos para el bebé pero con preguntas disfrazadas de interés: —¿Y el papá? ¿No va a venir a verlo?— Yo sonreía y cambiaba de tema, aprendiendo a construir una coraza invisible.

Una tarde, mientras paseaba a Mateo por la plaza, escuché a dos señoras cuchicheando detrás de mí:

—Dicen que ni sabe quién es el padre…
—Y bueno, así son las chicas ahora. No tienen vergüenza.

Sentí una rabia sorda crecer dentro mío. Me di vuelta y las miré directo a los ojos:

—¿Saben qué? Prefiero criar sola a mi hijo antes que vivir una mentira.—

Se quedaron mudas y bajaron la vista. Por primera vez sentí que podía defenderme.

Pero no todo era fortaleza. Había noches en las que lloraba en silencio mientras Mateo dormía, preguntándome si algún día dejaría de ser «la madre soltera» para ser simplemente Mariana. Había días en los que deseaba huir del pueblo, empezar de cero en una ciudad donde nadie supiera mi historia.

Sin embargo, también hubo momentos hermosos. Como cuando mi abuela Carmen vino desde Resistencia y me abrazó fuerte:

—No escuches a nadie, hija. Vos sos valiente. Yo también fui madre joven y sola. El pueblo olvida rápido cuando ve que uno sale adelante.—

Sus palabras me dieron fuerzas para seguir. Empecé a trabajar vendiendo dulces caseros en la plaza y poco a poco la gente empezó a verme con otros ojos. Algunos compraban por lástima, otros por costumbre, pero yo ponía todo mi amor en cada frasco de dulce de naranja.

Un día, Tomás apareció en la plaza. Se acercó tímido mientras yo acomodaba los frascos.

—¿Puedo ver al nene?— preguntó con voz temblorosa.

Lo miré largo rato antes de responder:

—Mateo no necesita un padre ausente. Si querés estar, hacelo bien. Si no, mejor seguí tu camino.—

Tomás bajó la cabeza y se fue sin decir nada más. No volvió nunca más.

Con el tiempo, mi papá empezó a acercarse a Mateo. Al principio lo miraba desde lejos, pero un día lo tomó en brazos y le cantó una canción guaraní que solía cantarme de niña. Vi lágrimas en sus ojos y supe que algo había cambiado.

La gente del pueblo siguió hablando, pero ya no me importaba tanto. Aprendí a caminar con la frente en alto, sabiendo que mi valor no dependía del qué dirán. Mateo creció sano y feliz entre naranjos y juegos en la tierra roja del patio.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que aprendí. La soledad duele, pero duele más vivir bajo el peso del juicio ajeno. Ser madre soltera en un pueblo chico es como caminar descalza sobre piedras calientes: cada paso duele, pero también te hace más fuerte.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a mirar con compasión en vez de juzgar? Si alguna vez pasaste por algo parecido… ¿cómo lograste seguir adelante?