El susurro del reloj: Cuando el matrimonio parece un sueño lejano
«¿Otra vez sola, Lucía?» La voz de mi madre resonaba en mi cabeza mientras me miraba al espejo, ajustando el collar que había elegido para la cena familiar. «No es que no quiera, mamá», respondía en mi mente, mientras intentaba sonreír ante mi reflejo. La verdad era que, a mis treinta y cinco años, el matrimonio parecía un sueño cada vez más distante, como un eco de una promesa que nunca se cumpliría.
La cena transcurría entre risas y conversaciones triviales hasta que mi tía Carmen, con su habitual falta de tacto, lanzó la pregunta que temía: «¿Y tú, Lucía? ¿Cuándo nos vas a dar la sorpresa?» Sentí cómo el calor subía por mi cuello y me obligué a mantener la compostura. «Estoy concentrada en mi carrera ahora», respondí con una sonrisa forzada, mientras mi primo Javier me daba una palmada en la espalda, como si eso pudiera aliviar la presión.
En realidad, mi carrera como abogada era lo único que me mantenía a flote. Había trabajado duro para llegar a donde estaba, y cada caso ganado era una medalla que colgaba orgullosa en mi corazón. Pero había noches en las que el silencio de mi apartamento se volvía ensordecedor, y me preguntaba si había tomado las decisiones correctas.
Una tarde, mientras caminaba por el parque después del trabajo, vi a una pareja joven sentada en un banco. Se miraban con una ternura que me hizo detenerme. Recordé a Alejandro, mi primer amor. Habíamos sido inseparables en la universidad, pero nuestras vidas tomaron caminos diferentes cuando él decidió mudarse a Barcelona para seguir su sueño de ser arquitecto. «Quizás si hubiera ido con él…», pensé, pero rápidamente deseché la idea. No podía vivir de «quizás».
Las semanas pasaron y el tema del matrimonio seguía siendo un fantasma que rondaba mis pensamientos. Una noche, después de una larga jornada en el bufete, decidí llamar a mi amiga Laura. Ella siempre sabía qué decir para calmar mis inquietudes. «Lucía», dijo con su voz suave pero firme, «el amor no es algo que puedas planear o forzar. Llega cuando menos lo esperas».
«¿Y si nunca llega?», pregunté con un nudo en la garganta. «Entonces habrás vivido una vida plena por ti misma», respondió sin dudarlo. Sus palabras resonaron en mí durante días. ¿Era posible que mi deseo de casarme estuviera nublando mi capacidad de disfrutar lo que ya tenía?
Un fin de semana decidí visitar a mis padres en el pueblo. El aire fresco y el sonido de los pájaros eran un bálsamo para mis pensamientos agitados. Mientras paseaba por los campos donde solía jugar de niña, me encontré con Manuel, un amigo de la infancia. Nos pusimos al día sobre nuestras vidas y, para mi sorpresa, descubrí que él también había elegido la soltería como estilo de vida.
«No es que no quiera casarme», explicó Manuel mientras caminábamos por el sendero cubierto de hojas secas. «Es solo que no he encontrado a la persona adecuada». Sus palabras me hicieron reflexionar sobre mis propias expectativas. ¿Estaba buscando algo que realmente no existía?
De regreso a la ciudad, decidí hacer algunos cambios en mi vida. Me inscribí en clases de cocina, algo que siempre había querido hacer pero nunca encontraba tiempo. Allí conocí a personas maravillosas que compartían mis intereses y con quienes podía hablar sin sentirme juzgada.
Una noche, mientras preparábamos un risotto, uno de mis compañeros de clase, Diego, me preguntó si quería salir a cenar algún día. Su invitación fue inesperada pero bienvenida. Diego era amable y divertido, y aunque no sentí mariposas en el estómago como en las películas, disfruté de su compañía.
Con el tiempo, Diego y yo nos hicimos buenos amigos. No había presión ni expectativas; solo dos personas disfrutando del momento presente. Y fue entonces cuando comprendí que el amor no siempre llega envuelto en un paquete perfecto.
En una reunión familiar meses después, cuando mi tía Carmen volvió a preguntar sobre mi estado civil, respondí con confianza: «Estoy feliz así como estoy». Mi madre me miró con sorpresa pero también con un atisbo de orgullo.
A veces me pregunto si algún día encontraré a alguien con quien compartir mi vida de manera más formal. Pero mientras tanto, he aprendido a valorar lo que tengo y a no dejarme llevar por las expectativas ajenas.
¿Es posible que el verdadero amor sea simplemente aprender a amarnos a nosotros mismos primero? Tal vez esa sea la clave para abrir las puertas al amor verdadero.