El testamento de David: ¿traición o malentendido?
—Mamá, ¿por qué estás llorando otra vez? —La voz de Lucía, mi hija menor, me sacudió como un jarro de agua fría. No podía dejar que me viera así, destrozada, sentada en el suelo del despacho de David, rodeada de papeles y recuerdos que ya no significaban nada.
—No es nada, cariño —mentí, intentando recomponerme—. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio. Era el peso de la traición. El notario había leído el testamento esa misma mañana en la notaría del centro de Madrid. Yo esperaba lo obvio: la casa en Pozuelo, el apartamento en la playa de Benidorm, los ahorros… todo para los niños y para mí, como siempre habíamos hablado. Pero cuando el notario pronunció el nombre de Marta —una mujer desconocida para mí— y explicó que la casa donde vivíamos pasaba a ser suya, sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies.
Veinticinco años de matrimonio. Veinticinco años de promesas, de sacrificios, de criar juntos a nuestros hijos, de compartir domingos en familia y veranos en la costa. ¿Y ahora esto? ¿Quién era Marta? ¿Por qué David le había dejado nuestra casa?
—¿Mamá? —insistió Lucía, acercándose—. ¿Ha pasado algo con el testamento?
No podía mentirle más. Me levanté despacio y la abracé con fuerza.
—Tenemos que hablar con tu hermano y tu hermana —susurré—. Hay algo que debéis saber.
Esa tarde, reuní a los tres en el salón. Javier, el mayor, llegó serio y distante; siempre fue el más parecido a su padre. Ana intentaba mantener la calma, pero sus manos temblaban. Lucía se sentó a mi lado, buscando mi mano.
—Vuestro padre… —empecé, pero las palabras se me atragantaron—. Ha dejado la casa a otra persona. A una mujer llamada Marta.
El silencio fue absoluto. Javier fue el primero en reaccionar.
—¿Cómo que a otra persona? Eso no puede ser, mamá. Papá nunca haría algo así.
—Lo he visto con mis propios ojos —dije, mostrando la copia del testamento—. El notario lo ha confirmado.
Ana rompió a llorar.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Dónde vamos a vivir?
Intenté tranquilizarlos, pero ni yo misma sabía qué decir. Todo lo que creía seguro se había desmoronado en un instante.
Esa noche no dormí. Me pasé horas revisando fotos antiguas, cartas, cualquier cosa que pudiera darme una pista sobre Marta. ¿Era una amante? ¿Una hija secreta? ¿Una deuda del pasado? Cada hipótesis era peor que la anterior.
Al día siguiente, decidí buscar respuestas. Fui a ver a Carmen, la mejor amiga de David desde la universidad. Siempre supe que ella guardaba secretos de su época de estudiantes.
—Carmen —le dije sin rodeos—, necesito saber quién es Marta.
Carmen me miró con una mezcla de compasión y culpa.
—Claire… David nunca quiso hacerte daño. Marta es su hermana por parte de madre. Su madre la tuvo antes de casarse con el padre de David y la dio en adopción. Hace unos años se reencontraron y David quiso compensarla por todo lo que había sufrido.
Me quedé helada. ¿Una hermana secreta? ¿Y nunca me lo contó?
—¿Por qué no me lo dijo? —pregunté con voz rota.
—Tenía miedo de herirte —respondió Carmen—. Sabía cuánto significaba esa casa para ti… pero también sentía una deuda con Marta.
Volví a casa hecha un mar de dudas. ¿Era esto una traición o un acto de justicia? ¿Podía perdonar a David por ocultarme algo tan importante?
Los días siguientes fueron un infierno. Los niños discutían entre ellos; Javier quería impugnar el testamento, Ana decía que debíamos respetar la voluntad de su padre, Lucía solo quería que todo volviera a ser como antes.
Una tarde recibí una carta manuscrita. Era de Marta.
“Querida Claire:
Sé que esto debe ser muy duro para ti y tus hijos. No era mi intención arrebataros vuestro hogar. David solo quería reparar un daño antiguo y me pidió que cuidara de vosotros si alguna vez faltaba. Si quieres hablar, estaré en el café Gijón este viernes.”
No sabía si tenía fuerzas para enfrentarme a ella, pero algo dentro de mí necesitaba respuestas.
El viernes llegué al café con el corazón en un puño. Marta era una mujer sencilla, con los mismos ojos tristes que tenía David cuando algo le preocupaba.
—Gracias por venir —me dijo suavemente—. Quiero que sepas que no pienso echaros de la casa. Solo quiero cumplir el deseo de mi hermano: que estemos unidos como familia.
Lloré como no había llorado desde la muerte de David. Por fin entendí que detrás del secreto había dolor, pero también amor y deseo de reconciliación.
Hoy sigo viviendo en la casa con mis hijos. Marta viene a comer los domingos y poco a poco hemos aprendido a aceptarnos y apoyarnos mutuamente. El dolor sigue ahí, pero también una nueva esperanza.
A veces me pregunto: ¿cuántos secretos caben en un matrimonio? ¿Es posible perdonar lo imperdonable cuando hay amor verdadero? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?