El testamento de la abuela Dolores: años de cuidado, una herencia inesperada
—¿Por qué me haces esto, abuela? —susurré mientras sostenía su mano temblorosa, la piel fina como el papel, los ojos ya casi apagados por la enfermedad. El reloj de la sala marcaba las tres de la madrugada y el silencio de la casa era tan denso que podía escuchar mi propio corazón romperse.
Me llamo Lucía, tengo treinta y dos años y llevo casi una década cuidando de mi abuela Dolores en nuestro pueblo manchego, Villanueva del Rey. Dejé Madrid, mi trabajo en una pequeña editorial y a mis amigos para volver a esta casa de paredes encaladas y recuerdos pesados. Mi madre murió cuando yo era niña y mi padre se marchó a Barcelona con otra mujer; así que Dolores fue siempre mi refugio, mi familia, mi todo.
Durante años, cada verano, cada Navidad, cada cumpleaños, fui yo quien estuvo a su lado. Le preparaba el cocido los domingos, le leía novelas de Almudena Grandes cuando la vista le fallaba, le cambiaba las vendas de las piernas hinchadas por la diabetes. Mi tía Carmen venía solo en fiestas y mi primo Sergio ni siquiera llamaba por teléfono. «Tú eres mi niña», me decía Dolores acariciándome el pelo. «Todo esto será tuyo algún día».
Pero aquella mañana de abril, tras el funeral, nos reunimos en el despacho del notario del pueblo. El aire olía a polvo y a papeles viejos. Carmen llegó con Sergio, ambos vestidos de negro riguroso y con cara de circunstancias. Yo apenas podía sostenerme en pie del cansancio y el dolor.
El notario, don Manuel, leyó el testamento con voz monótona:
—Doña Dolores García deja la casa familiar y las tierras anexas a su hija Carmen y a su nieto Sergio por partes iguales. A su nieta Lucía le lega sus joyas personales y recuerdos familiares.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Las joyas? ¿Recuerdos? ¿Y los años de mi vida entregados aquí? Carmen me miró con una mezcla de lástima y triunfo; Sergio ni siquiera levantó la vista del móvil.
—Lo siento, Lucía —dijo Carmen con voz suave—. Mamá quería que todos tuviéramos algo.
No respondí. Salí corriendo del despacho y me senté en el banco de la plaza mayor, donde tantas veces había paseado con Dolores. Las lágrimas me caían sin control. Recordé las noches en vela cambiando pañales, los días enteros acompañándola al centro de salud, las veces que renuncié a planes, viajes y hasta al amor por no dejarla sola.
Esa tarde volví a casa y abrí el pequeño joyero que Dolores me había dejado. Dentro encontré su medalla de la Virgen del Prado, un anillo de oro gastado y una carta escrita con su letra temblorosa:
«Mi querida Lucía,
Sé que esto te dolerá y ojalá pudieras entenderlo algún día. No quiero que esta casa te ate como me ató a mí. Quiero que seas libre para vivir tu vida, para volver a Madrid o irte donde quieras. Las tierras son para Carmen porque siempre soñó con ellas, aunque nunca las trabajó. Tú eres mi mayor tesoro y lo único que deseo es que seas feliz.
Con todo mi amor,
Dolores»
Leí la carta una y otra vez, buscando consuelo donde solo encontraba más preguntas. ¿Era esto un acto de amor o una traición disfrazada? ¿Por qué no pudo confiar en mí para decidir mi propio destino?
Los días siguientes fueron un infierno. Carmen empezó a hablar de vender la casa; Sergio ya hacía planes para alquilar las tierras a un vecino. Yo me sentía invisible, como si todos esos años no hubieran valido nada.
Una tarde, mientras recogía las últimas cosas de Dolores, encontré un álbum de fotos antiguo. En cada imagen estaba yo: niña en sus brazos, adolescente leyéndole cuentos, adulta peinándole el pelo canoso. Me di cuenta de que mi abuela me había dado algo que ni una casa ni unas tierras podían igualar: su tiempo, su cariño incondicional.
Pero aún así dolía. Dolía ver cómo mi familia se desmoronaba por un puñado de ladrillos y hectáreas secas. Dolía sentirme traicionada por quien más amaba.
Un día decidí enfrentarme a Carmen:
—¿De verdad crees que esto es justo? —le pregunté—. ¿Que mamá habría querido vernos así?
Ella bajó la mirada:
—No lo sé, Lucía. Pero ya está hecho.
Me marché sin mirar atrás. Volví a Madrid con el corazón roto pero con la determinación de reconstruir mi vida desde cero.
A veces me pregunto si Dolores tenía razón: si aferrarse al pasado solo sirve para impedirnos avanzar. Pero también me pregunto si alguna vez podré perdonarla del todo.
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede perdonar una traición así aunque venga disfrazada de amor?