El Últimatum de la Casa Familiar
—O vendemos la casa de los padres, o dejamos de ser familia —escupió Lucía, mirándome con una frialdad que jamás le había visto. Ni siquiera me dio tiempo a dejar las llaves sobre la cómoda. El eco de su ultimátum retumbó en el recibidor, entre las fotos amarillentas y el olor a madera vieja.
Me quedé paralizada. ¿Cómo podía reducir cuarenta años de domingos de cocido, veranos en el patio y noches de tormenta compartidas en el sofá a una sola frase? Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿Pero cómo puedes decir eso? —balbuceé, buscando en su rostro algún rastro de la hermana que me defendía en el colegio, la que me enseñó a montar en bici.
Lucía desvió la mirada hacia la ventana. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con rabia. —No podemos seguir así, Marta. Yo no puedo más. Necesito ese dinero para empezar de nuevo. Y tú… —hizo una pausa, como si le costara pronunciar lo siguiente— tú te aferras a este lugar como si aquí estuviera mamá todavía.
Sentí un nudo en la garganta. Mamá llevaba tres años muerta, pero su presencia seguía impregnando cada rincón: el delantal colgado tras la puerta, las plantas que regaba cada mañana, el reloj que aún marcaba la hora en que se fue al hospital por última vez.
—No es solo por mamá —susurré—. Es por nosotras. Por papá. Por todo lo que fuimos aquí.
Lucía suspiró, cansada. —¿Y qué somos ahora? ¿Dos desconocidas que solo se ven para discutir?
Me dolió su sinceridad. Quizá tenía razón. Desde que papá murió y nos dejó esta casa en herencia, todo había sido un tira y afloja: yo queriendo conservarla, ella soñando con venderla y marcharse a Valencia con su nueva pareja. Cada vez que venía a Madrid, era para hablar de lo mismo.
—¿Te acuerdas cuando papá nos hacía buscar huevos de Pascua en el jardín? —intenté apelar a su nostalgia.
Lucía apretó los labios. —Sí, y también me acuerdo de cómo discutían todas las noches porque no llegábamos a fin de mes. Esta casa es una carga, Marta. No quiero seguir atada al pasado.
Me senté en la escalera, derrotada. El silencio se hizo espeso entre nosotras. De repente, escuché pasos en el piso de arriba: era mi hijo Diego, que bajaba con su mochila del instituto.
—¿Qué pasa? —preguntó, notando la tensión.
—Nada, cariño —mentí—. Solo estamos hablando tu tía y yo.
Lucía aprovechó para marcharse al salón. Me quedé sola con Diego, que me miraba con esos ojos grandes tan parecidos a los míos.
—¿Vas a vender la casa de los abuelos? —preguntó en voz baja.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que a veces la familia duele más que cualquier otra cosa?
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para recorrer la casa en silencio: toqué las paredes, abrí los armarios llenos de ropa antigua, acaricié las fotos familiares. Recordé la última Navidad juntos, cuando aún éramos una familia completa.
Al día siguiente, intenté hablar con Lucía mientras desayunaba café frío en la cocina.
—¿Por qué tienes tanta prisa por deshacerte de todo? —le pregunté.
Ella dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco. —Porque necesito empezar de cero. Porque aquí solo veo recuerdos que me pesan. Porque… —se le quebró la voz— porque nunca sentí que esta fuera mi casa realmente.
Me quedé helada. ¿Cómo podía ser? Siempre pensé que ella era tan feliz aquí como yo.
—¿Por qué nunca lo dijiste?
Lucía se encogió de hombros. —Porque tú siempre fuiste la favorita de mamá. Porque papá solo hablaba contigo de sus cosas importantes. Yo era la segunda opción.
Sentí una punzada de culpa. Nunca me di cuenta de su dolor.
—Eso no es verdad…
—Sí lo es —me interrumpió—. Y ahora quiero tener mi propia vida, sin este lastre.
Me levanté y salí al jardín bajo la lluvia fina. Miré el limonero que plantamos juntas siendo niñas. ¿De verdad podía dejarlo todo atrás?
Esa tarde llamé a mi tía Carmen para pedir consejo.
—Las casas no hacen familias, Marta —me dijo con voz suave—. Pero tampoco se puede obligar a nadie a quedarse donde no quiere estar.
Colgué el teléfono sintiéndome más sola que nunca.
Pasaron semanas sin hablarnos. Diego me preguntaba cada día si ya había decidido algo. Yo evitaba responderle.
Un sábado por la mañana, Lucía apareció con unos papeles para firmar la venta.
—No puedo hacerlo —le dije al borde del llanto—. No puedo perderte también a ti.
Ella me abrazó por primera vez en años. Lloramos juntas en el recibidor como dos niñas asustadas.
—Quizá podamos buscar otra solución —susurró—. Quizá podamos alquilarla un tiempo… o turnarnos para venir…
No sé qué pasará mañana. Solo sé que ninguna casa vale más que una hermana.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por una herencia? ¿Cuántos recuerdos pesan más que el dinero? ¿Y vosotros… qué haríais si estuvierais en mi lugar?