El último abrazo de la abuela Rosa
—No llores, abuela, por favor… —me susurró mi nieta Sofía, mientras yo apretaba el chal deshilachado contra mi pecho. Pero no podía evitarlo. Las lágrimas me quemaban los ojos y sentía que el corazón se me partía en dos.
Era una noche fría en San Miguel de Tucumán. Afuera llovía con furia, y adentro, el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mariana, mi nuera, había entrado a mi cuarto hacía apenas unos minutos. Su voz era suave pero firme, como quien ya tomó una decisión y sólo espera que el otro la acepte.
—Rosa, ya no podemos seguir así. Yo trabajo todo el día, los chicos tienen sus cosas… No es justo para nadie —dijo, evitando mirarme a los ojos.
Sentí que me arrancaban las raíces. ¿No era yo la que había criado a mi hijo cuando su padre se fue? ¿No fui yo quien cocinó, lavó y luchó para que no les faltara nada? Ahora, con mis manos temblorosas y mis pasos lentos, ¿me convertía en un estorbo?
—¿Y si me esfuerzo más? —pregunté con voz quebrada—. Puedo ayudar en la casa, cuidar a los chicos…
Mariana suspiró. —No se trata de eso, Rosa. Es por tu bien. En el hogar vas a estar cuidada, vas a tener compañía…
Compañía. La palabra retumbó en mi cabeza como una burla cruel. ¿Qué compañía puede reemplazar el abrazo de una nieta o el olor a café recién hecho en la cocina familiar?
Sofía se acercó y me tomó la mano. Tenía apenas doce años, pero sus ojos marrones brillaban con una madurez dolorosa.
—No quiero que te vayas, abuela —dijo en voz baja—. ¿Por qué no podemos estar todos juntos?
No supe qué responderle. Porque la vida es injusta. Porque cuando envejecemos nos volvemos invisibles. Porque nadie quiere cargar con un viejo enfermo.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando la lluvia golpear las chapas y recordando otros tiempos. Cuando mi hijo Martín era pequeño y corría por el patio con los pies descalzos. Cuando mi esposo Ernesto aún vivía y llenaba la casa de risas y canciones criollas.
Al día siguiente, Mariana me llevó a visitar el asilo. Era una casa grande y antigua, con paredes descascaradas y olor a desinfectante. Las otras señoras estaban sentadas frente al televisor, algunas dormidas, otras mirando al vacío.
—Aquí vas a estar bien —me aseguró Mariana—. Tienen enfermera las 24 horas y hacen actividades.
La directora del hogar, doña Carmen, me sonrió con amabilidad forzada.
—No se preocupe, doña Rosa. Aquí somos como una familia.
Pero yo sabía que no era cierto. Nadie puede reemplazar a los suyos.
Esa tarde volví a casa sintiéndome más sola que nunca. Sofía me esperaba en la puerta con los ojos hinchados de llorar.
—¿Te vas a ir? —me preguntó apenas crucé el umbral.
La abracé fuerte, como si pudiera retenerla para siempre.
—No lo sé, mi amor… No lo sé.
Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Martín apenas me hablaba; estaba demasiado ocupado con su trabajo en la fábrica de limones. Mariana evitaba quedarse sola conmigo. Sentí que ya no tenía lugar en mi propia casa.
Una tarde escuché a Mariana hablando por teléfono en la cocina:
—Sí, mamá… No puedo más. Rosa se olvida de las cosas, se cae… Los chicos están nerviosos todo el tiempo. No es vida para nadie.
Me tapé los oídos y apreté más fuerte mi chal. ¿Era cierto? ¿Me estaba volviendo loca? ¿Realmente era un peso tan grande?
Esa noche soñé con mi madre. La vi sentada junto al fogón, tejiendo el mismo chal que ahora yo abrazaba como un salvavidas.
—No tengas miedo, hija —me dijo—. El amor nunca se pierde.
Me desperté llorando otra vez.
Al día siguiente decidí hablar con Martín. Lo esperé sentada en la mesa de la cocina, con una taza de mate entre las manos temblorosas.
—Hijo… ¿De verdad quieren que me vaya?
Martín bajó la mirada. Se veía cansado, envejecido antes de tiempo.
—Mamá… No es fácil para nadie —dijo—. Mariana está agotada, yo también… No quiero que sufras aquí ni allá.
—Pero yo no quiero irme —le respondí—. Esta es mi casa… Aquí están mis recuerdos, mis cosas…
Martín suspiró y me tomó la mano.
—Déjame pensarlo, mamá… Por favor.
Esa noche Sofía entró a mi cuarto con una hoja arrugada en la mano.
—Mirá lo que escribí para vos —me dijo tímidamente.
Era un poema:
“Abuela querida,
tu abrazo es mi abrigo,
tu risa mi alegría,
tu historia mi camino.”
Lloré como una niña y la abracé fuerte.
Al día siguiente hubo una discusión fuerte entre Martín y Mariana. Los escuché gritar desde mi cuarto:
—¡No podemos dejarla sola! —decía Martín—. ¡Es mi mamá!
—¡Y yo no puedo más! —respondía Mariana—. ¡Esto no es vida!
Sentí culpa y vergüenza. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué en nuestra cultura los viejos terminamos solos o en asilos?
Pasaron los días y la decisión seguía flotando en el aire como una nube negra. Yo apenas comía; Sofía se encerraba en su cuarto; Martín llegaba cada vez más tarde del trabajo; Mariana estaba siempre de mal humor.
Una tarde Sofía llegó corriendo del colegio con una idea:
—Abuela, ¿y si hacemos un video contando tu historia? Así todos pueden ver lo importante que sos para nosotros.
Acepté sin entender mucho. Grabamos juntas: yo conté cómo llegué desde Santiago del Estero a Tucumán con una valija llena de sueños; cómo conocí a Ernesto; cómo crié sola a Martín; cómo tejí ese chal para él cuando era bebé.
Sofía subió el video a las redes sociales. En pocos días tuvo cientos de comentarios: gente contando historias parecidas, nietos diciendo cuánto amaban a sus abuelos, hijos arrepentidos por haber dejado solos a sus padres.
Una tarde Mariana llegó del trabajo con los ojos rojos de tanto llorar.
—Perdón, Rosa… No sabía cuánto te necesitábamos todos —me dijo abrazándome por primera vez en años—. Vamos a buscar ayuda para cuidarte aquí en casa.
Lloramos juntas largo rato. Martín nos abrazó también y Sofía saltaba de alegría.
Desde ese día las cosas cambiaron poco a poco: vino una enfermera dos veces por semana; Sofía me ayudaba con las tareas; Martín se esforzaba por pasar más tiempo conmigo; Mariana aprendió a pedir ayuda cuando lo necesitaba.
No fue fácil ni perfecto, pero volvimos a ser familia.
A veces pienso en todas las Rosas que hay en Latinoamérica: mujeres que dieron todo por sus hijos y ahora temen ser olvidadas o abandonadas en un asilo cualquiera.
¿De verdad merecemos terminar nuestros días lejos de quienes más amamos? ¿Cuándo dejamos de ver a nuestros viejos como un tesoro y empezamos a verlos como una carga?