El último adiós a Lucía: Entre lágrimas, amor y esperanza
—Mamá, ¿me cantas la nana?—. La voz de Lucía, tan suave y pequeña, retumbaba en mi cabeza como un eco imposible de apagar. Pero en ese instante, en la habitación 312 del Hospital Universitario de Salamanca, solo escuchaba el pitido constante de las máquinas y el susurro tembloroso de mi propia respiración.
No sé cómo llegué a ese punto. Hace apenas una semana, Lucía corría por el parque con su hermano mayor, Diego, riendo mientras perseguía palomas. Pero una fiebre alta, una convulsión inesperada y una ambulancia con las luces encendidas cambiaron nuestro mundo para siempre.
—Señora Martín, lo siento mucho…—. La voz del doctor Ortega se quebró. Yo no podía apartar la vista de la carita de Lucía, tan pálida, tan quieta. Mi marido, Andrés, me apretaba la mano con fuerza, pero yo sentía que me deslizaba por un abismo sin fondo.
—¿Por qué ella? ¿Por qué mi niña?— susurré, sin esperar respuesta. Nadie puede responder a eso.
Las horas siguientes fueron un desfile de médicos, enfermeras y familiares que entraban y salían en silencio. Mi madre, Rosario, se sentó a mi lado y me acarició el pelo como cuando era niña. —Hija, tienes que ser fuerte por Diego—. Pero yo solo quería gritar.
La decisión llegó como una bofetada: Lucía no iba a despertar. El daño cerebral era irreversible. El doctor Ortega nos habló con una delicadeza que nunca olvidaré:
—Hay algo que pueden hacer… algo que puede dar sentido a todo esto. Lucía podría ayudar a otros niños a vivir.—
Andrés me miró con los ojos llenos de lágrimas. —¿Tú qué piensas?—
No podía pensar. Solo sentía un vacío inmenso. Pero entonces recordé las veces que Lucía compartía su merienda con otros niños en la guardería, su generosidad innata. —Sí…— logré decir al fin. —Lucía querría ayudar.—
Firmamos los papeles entre sollozos. El personal del hospital fue increíblemente humano; nos permitieron despedirnos de ella sin prisas. Me tumbé a su lado en la cama, le canté su nana favorita y le acaricié el pelo suave por última vez.
—Te quiero hasta el cielo y más allá, mi vida.—
La noticia se extendió por la familia como un terremoto. Mi suegra, Carmen, no podía entenderlo: —¿Cómo podéis dejar que le hagan eso a su cuerpo?— gritó entre lágrimas. Mi padre, Manuel, intentaba mediar: —Es un acto de amor, Carmen.—
Las discusiones familiares se mezclaban con el dolor y la culpa. Diego no entendía nada; solo preguntaba cuándo volvería su hermana a casa. Yo me sentía desgarrada entre el deber de consolarle y mi propia incapacidad para respirar sin Lucía.
Los días siguientes fueron una niebla espesa. Recibimos cartas anónimas del hospital: “Gracias a Lucía, mi hijo podrá ver el mar por primera vez”. “Su corazón late ahora en el pecho de otra niña”. Cada palabra era un puñal y un bálsamo al mismo tiempo.
Andrés y yo nos distanciamos durante semanas. Él se encerraba en el trabajo; yo apenas podía salir de la cama. Una noche, tras una discusión amarga sobre quién tenía más derecho a sufrir, me abrazó fuerte y lloramos juntos hasta quedarnos dormidos.
La vida siguió, aunque yo sentía que caminaba sobre cristales rotos. Volví al trabajo en la biblioteca municipal; los libros eran mi refugio silencioso. Mis compañeras me miraban con lástima o evitaban hablar del tema. Solo Pilar, mi amiga desde la infancia, se atrevió a preguntarme:
—¿Te arrepientes?—
Me quedé pensando mucho tiempo antes de responder:
—No. Si Lucía ha salvado una sola vida… entonces su luz sigue aquí.—
En el primer aniversario de su partida, fuimos al parque donde solíamos jugar todos juntos. Diego soltó un globo blanco al cielo y gritó: —¡Hasta luego, Lucía!—
Sentí una paz extraña en ese momento. Quizá nunca deje de dolerme su ausencia, pero aprendí que el amor no termina con la muerte; se transforma y sigue dando vida.
Ahora me pregunto: ¿Qué habríais hecho vosotros en mi lugar? ¿Creéis que es posible encontrar esperanza en medio del dolor más profundo?