El Último Baile de la Abuela Carmen
—¿De verdad quieres hacerlo, abuela? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía su mano arrugada entre las mías.
Carmen me miró con esos ojos grises que han visto más inviernos de los que puedo imaginar. Su sonrisa era pequeña, pero firme. —Por supuesto, Lucía. No he esperado 102 años para quedarme sentada viendo cómo la vida pasa delante de mí. Quiero caminar contigo hacia el altar.
La noticia corrió como pólvora por la familia. Mi madre, Pilar, se llevó las manos a la cabeza. —¡Pero mamá! ¿Y si te caes? ¿Y si te cansas? —le decía, preocupada y a la vez incrédula. Mi padre, Antonio, intentaba mediar: —Déjala, Pilar. Si Carmen dice que puede, puede. Ya sabes cómo es.
La verdad es que nadie en la familia podía negar el carácter de mi bisabuela. Había sobrevivido a una guerra civil, a la posguerra, a la muerte de dos hijos y a la emigración de otros tantos. Había criado sola a mi abuela y a sus hermanos en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha, donde las mujeres aprendieron a ser fuertes porque no les quedaba otra opción.
Pero ahora, en pleno siglo XXI, en Madrid, la petición de Carmen parecía una locura. Mi prima Marta murmuraba: —¿No será demasiado para ella? ¿No sería mejor que estuviera sentada en primera fila?
Yo no podía dejar de pensar en lo que significaba para mí. Carmen había sido mi refugio cuando mis padres discutían, cuando suspendí matemáticas por tercera vez, cuando mi primer novio me rompió el corazón. Ella siempre estaba ahí, con su voz pausada y sus historias de otro tiempo.
La noche antes de la boda, fui a su habitación. La encontré sentada frente al espejo, peinándose el pelo blanco con una delicadeza casi ritual.
—¿Tienes miedo? —le pregunté.
Ella soltó una carcajada ronca.—A estas alturas solo temo una cosa: que la familia siga rota por tonterías. Que tu madre y tu tía Rosa no se hablen desde hace años por culpa de aquel maldito testamento… Eso sí me da miedo.
Me senté a su lado y le cogí la mano.—¿Por eso quieres estar en el cortejo?
Carmen asintió.—Quiero que me vean caminar contigo. Quiero que recuerden que estamos aquí porque nos tenemos los unos a los otros. Que la vida es demasiado corta para vivirla enfadados.
El día de la boda amaneció con un sol radiante. La iglesia de San Nicolás estaba llena de flores blancas y el murmullo de los invitados llenaba el aire de expectación. Cuando llegó el momento, Carmen apareció en la puerta del brazo de mi primo Diego. Llevaba un vestido azul cielo y una peineta antigua que había pertenecido a su madre.
El silencio fue absoluto cuando empezó a caminar por el pasillo central. Cada paso era un desafío al tiempo y a la fragilidad del cuerpo. Vi cómo mi madre se tapaba la boca para contener el llanto y cómo mi tía Rosa bajaba la mirada, avergonzada por los años perdidos en rencores.
Al llegar al altar, Carmen me abrazó con fuerza.—Ahora sí puedes casarte tranquila —me susurró—. Ya he hecho mi parte.
Durante la celebración, todos querían bailar con ella. Mi abuelo José le pidió un vals y ella aceptó encantada.—¿Ves? Todavía tengo cuerda para rato —bromeó mientras giraban despacio bajo las luces del salón.
A mitad de la fiesta, Carmen pidió silencio y levantó su copa.—Hoy cumplo 102 años y he visto muchas cosas en esta vida: guerras, hambre, pérdidas… Pero nada me ha dolido tanto como ver a mi familia separada por orgullo. Hoy os pido que dejéis atrás las viejas heridas y os abracéis como lo que sois: sangre de mi sangre.
Hubo un momento incómodo, miradas esquivas… hasta que mi madre se acercó a Rosa y la abrazó entre lágrimas. El salón estalló en aplausos y risas nerviosas. Yo sentí que algo se liberaba dentro de mí; como si por fin pudiera respirar tranquila.
Esa noche, mientras ayudaba a Carmen a quitarse los zapatos, ella me miró con ternura.—¿Sabes cuál es el secreto para llegar a los 102 años? —me preguntó—. No dejar nunca que el amor se oxide.
Ahora, meses después, cada vez que veo las fotos de aquel día siento una mezcla de nostalgia y gratitud. ¿Cuántas familias españolas viven atrapadas en viejas disputas? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de reconciliarnos hasta que ya es demasiado tarde?
¿Y vosotros? ¿Os atreveríais a dar el primer paso para sanar una herida familiar antes de que sea tarde?