El último deseo de Daniel: Un viaje en bicicleta por la memoria

—Papá, ¿me prometes que lo harás?—. La voz de Daniel era apenas un susurro, pero sus ojos brillaban con una intensidad que me atravesó el alma. La habitación del hospital olía a desinfectante y miedo; fuera, la vida seguía como si nada. Yo le apreté la mano, temblando. —Te lo prometo, hijo. Lo haré por ti.

Nunca imaginé que la vida me pondría a prueba de esta manera. Daniel era mi único hijo, mi compañero de aventuras por las calles de Salamanca, mi pequeño filósofo de doce años que soñaba con recorrer España en bicicleta. Cuando el cáncer llegó, lo hizo como una tormenta inesperada: primero un dolor de cabeza, luego las visitas al médico, después la noticia que ningún padre quiere escuchar. El mundo se detuvo aquel día.

Durante meses, luchamos juntos. Daniel nunca perdió la sonrisa ni las ganas de soñar. Me hablaba de los pueblos blancos de Andalucía, de los Pirineos, de la brisa del Cantábrico. —Papá, cuando me cure, iremos juntos en bici hasta Santiago—. Yo asentía, aunque por dentro me rompía en mil pedazos.

Pero Daniel no se curó. Su cuerpo se fue apagando y, en su última semana, me pidió que no dejara morir su sueño: —Hazlo tú por mí. Llévame contigo en cada pedalada—. Así empezó todo.

El día del funeral llovía. Mi mujer, Lucía, no podía dejar de llorar. Mis padres me miraban con esa mezcla de compasión y miedo a que yo también me rompiera. Pero yo solo pensaba en la promesa. Aquella noche, mientras Salamanca dormía bajo la lluvia, saqué la vieja bicicleta del trastero y la limpié como si fuera un ritual sagrado.

—¿Estás loco?—me preguntó Lucía cuando le conté mi decisión.—No puedes dejarme sola ahora.—

—No te dejo sola. Necesito hacerlo. Es lo único que me queda.—

Las primeras semanas fueron un infierno. El dolor físico era nada comparado con el vacío en el pecho. Salí de Salamanca al amanecer, con una mochila ligera y una foto de Daniel pegada al manillar. Cada pueblo era un recuerdo: en Ávila recordé cómo Daniel se reía al ver las murallas; en Segovia, su asombro ante el acueducto; en Madrid, su primer partido del Atleti.

En Toledo conocí a Carmen, una madre que había perdido a su hija por leucemia. Nos abrazamos sin palabras; el dolor nos unía más allá de cualquier conversación. —No estás solo—me dijo.—Nuestros hijos viven en nosotros.—

A veces pensaba en rendirme. Una tarde en La Mancha, bajo un sol abrasador, caí al suelo exhausto y lloré como un niño. —¿Por qué tú y no yo?—grité al viento.—¿Por qué los sueños de los niños tienen que morir antes de tiempo?—

Pero entonces sentía la presencia de Daniel: su risa, su voz animándome a seguir adelante. En cada pedalada sentía que le llevaba conmigo.

En Córdoba me robaron la cartera y estuve a punto de abandonar. Pero una familia gitana me acogió en su casa y compartió conmigo su cena humilde. —La vida es dura para todos—me dijo el abuelo Antonio.—Pero si tienes un motivo para seguir, no te detengas.—

En Sevilla recibí una llamada de Lucía. —Te echo de menos—me dijo entre sollozos.—Vuelve a casa.—

—No puedo aún—le respondí.—Necesito llegar hasta el final.—

El viaje se convirtió en algo más grande que yo mismo. En cada pueblo contaba la historia de Daniel y otros padres se acercaban a compartir sus propias pérdidas y sueños rotos. Empecé a recaudar fondos para la investigación del cáncer infantil; la gente dejaba monedas y cartas en mi mochila.

En Galicia, el clima cambió y la lluvia me acompañó hasta Santiago. Subir el último puerto fue como escalar una montaña invisible hecha de recuerdos y lágrimas. Cuando llegué a la plaza del Obradoiro, caí de rodillas y abracé la foto de Daniel contra mi pecho.

—Lo hemos conseguido, hijo—susurré.—Tu sueño está vivo.—

Regresé a Salamanca cambiado para siempre. Lucía me recibió entre lágrimas y abrazos. No habíamos curado nuestra herida, pero ahora sabíamos que podíamos vivir con ella.

Hoy sigo pedaleando por Daniel y por todos los niños cuyos sueños merecen ser escuchados. A veces me pregunto: ¿cuántos sueños se quedan sin cumplir por miedo o dolor? ¿Y si todos tuviéramos el valor de pedalear por ellos?