El Último Invierno de Carmen: Venganza en la Orilla del Lago
—¡No tienes derecho, Antonio! ¡Esa cabaña es mía!—grité con la voz rota, mientras veía cómo los operarios desmontaban la verja azul que yo misma pinté hace veinte años.
Mi nombre es Carmen López. Fui maestra en el colegio público de San Martín de Valdeiglesias durante más de treinta años. Cuando me jubilé, invertí todos mis ahorros en una pequeña cabaña junto al embalse de San Juan. Era modesta, pero era mía. Allí pasé los mejores veranos con mi hija Lucía, y allí soñaba con envejecer en paz. Pero todo cambió aquel invierno.
Antonio, mi vecino de parcela, siempre fue cordial. Compartíamos tomates del huerto y alguna que otra copa de vino en las noches de verano. Pero desde que su hijo, Sergio, volvió de Madrid tras perder el trabajo, algo cambió. Empezaron las discusiones por los lindes, por el ruido, por cualquier nimiedad. Yo intentaba mantener la calma, pero Antonio parecía buscar pelea.
Una mañana de enero recibí una carta certificada: debía abandonar la cabaña en un plazo de quince días. El motivo: supuesta ocupación ilegal de terreno comunal. No entendía nada. Mi escritura estaba en regla, pagaba mis impuestos. Fui al ayuntamiento y me encontré con una maraña burocrática imposible. Alguien había presentado una denuncia anónima alegando que mi cabaña invadía dos metros del camino vecinal. Dos metros…
—¿Por qué me haces esto?—le pregunté a Antonio una tarde, cuando lo encontré regando su jardín.
—No es personal, Carmen. La ley es la ley—me respondió sin mirarme a los ojos.
Pero yo sabía que era personal. Sergio necesitaba espacio para ampliar su casa y montar un taller mecánico. Mi cabaña era un estorbo para sus planes. Nadie en el pueblo se atrevía a enfrentarse a Antonio; era presidente de la asociación vecinal y tenía amigos en el ayuntamiento.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía me llamaba llorando desde Barcelona, impotente ante la injusticia. Mis antiguos alumnos me escribían mensajes de ánimo, pero nadie podía ayudarme realmente. El día del desalojo, me senté en el porche y vi cómo desmontaban mi vida pedazo a pedazo.
La rabia me consumía. No podía quedarme de brazos cruzados. Decidí que si ellos jugaban sucio, yo también lo haría. Empecé a investigar: revisé archivos municipales, hablé con viejos conocidos del pueblo y descubrí que Antonio había construido su piscina sin licencia y que Sergio tenía denuncias por vertidos ilegales en el lago.
Una noche fría de febrero, llamé a la Guardia Civil y denuncié anónimamente las irregularidades. También envié fotos y documentos al periódico local. En pocos días, el escándalo estalló: inspecciones, multas, titulares en la prensa comarcal… Antonio dejó de saludarme; Sergio me miraba con odio cada vez que coincidíamos en la tienda.
Pero la venganza no me trajo paz. Me sentía vacía, sola en un piso alquilado en las afueras del pueblo, lejos del lago y de los recuerdos felices. Lucía vino a verme y me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿merece la pena todo esto?—me preguntó con lágrimas en los ojos.
No supe qué responderle. Había perdido mi hogar y mi tranquilidad, pero también había destapado la corrupción y el abuso de poder que muchos sufrían en silencio.
Un día recibí una carta anónima: “Gracias por tener el valor que otros no tuvimos”. Era de una vecina que también había sufrido amenazas por parte de Antonio. Aquello me reconfortó un poco.
Ahora camino cada tarde por el embalse y miro hacia donde estaba mi cabaña. A veces pienso que la justicia es solo una palabra bonita que se usa poco y se siente menos aún. Pero también sé que hay batallas que merecen ser libradas, aunque duelan.
¿De qué sirve tener un hogar si no puedes vivir en paz? ¿Y vosotros? ¿Hasta dónde llegaríais para defender lo vuestro?