El Último Invierno de mi Madre

—Escúchame, Diego… —susurró mi madre, Rosario, con la voz quebrada por la fiebre y el cansancio—. Prométeme que cuidarás de Lucía. Ella te necesita más que a nadie…

Apreté su mano huesuda, temblando. El olor a medicamentos y a sopa fría llenaba la habitación. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Vallecas. Mi padre, Antonio, miraba desde la puerta, con los ojos rojos y los labios apretados. Nadie decía nada. Solo el pitido intermitente del gotero rompía el silencio.

Lucía estaba sentada en el suelo, jugando con un muñeco de trapo. Tenía once años y una sonrisa perpetua, pero su mente era la de una niña mucho más pequeña. A veces se perdía en su propio mundo y no respondía cuando la llamábamos. Mi madre siempre decía que era especial, que veía cosas que los demás no podíamos ver.

—Te lo prometo, mamá —dije, tragando lágrimas—. Nunca dejaré sola a Lucía.

Ella cerró los ojos y suspiró. Fue la última vez que me miró con esa mezcla de ternura y miedo. Murió esa noche, mientras yo sujetaba su mano y Lucía dormía abrazada a su muñeco.

El funeral fue un desfile de caras largas y pésames vacíos. Los vecinos del bloque trajeron tortillas y croquetas, como si la comida pudiera llenar el hueco que dejó mi madre. Mi padre se encerró en el dormitorio durante días. Yo tenía diecisiete años y sentí que me habían robado la juventud.

—¿Y ahora qué? —me preguntó mi tía Carmen en la cocina—. ¿Vas a dejar el bachillerato?

—No lo sé —respondí, mirando a Lucía, que dibujaba garabatos en la mesa—. No puedo dejarla sola.

Mi padre salió una noche borracho y no volvió hasta el amanecer. Cuando regresó, apestaba a whisky barato y a tabaco. Me miró con desprecio.

—No eres su madre —escupió—. No tienes por qué cargar con esto.

Pero yo ya había hecho una promesa. Y las promesas a una madre no se rompen.

Los meses siguientes fueron un infierno. Lucía tenía crisis: gritaba sin motivo, rompía cosas, se escapaba del colegio especial al que iba. Los profesores me llamaban casi cada semana.

—Diego, tu hermana necesita ayuda profesional —me decían—. No puedes hacerlo todo tú solo.

Pero los servicios sociales estaban saturados y mi padre no quería saber nada. Yo trabajaba por las tardes en una tienda de ultramarinos para pagar las facturas. Dejé de salir con mis amigos; ellos no entendían por qué nunca podía quedar.

Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché un golpe seco en el salón. Corrí y encontré a Lucía tirada en el suelo, sangrando por la frente.

—¡Papá! —grité—. ¡Ayúdame!

Él ni se movió del sofá. Solo murmuró:

—Siempre igual…

Llevé a Lucía al hospital en metro porque no teníamos coche. Mientras esperábamos en urgencias, ella me miró con sus grandes ojos marrones.

—¿Mamá está enfadada conmigo? —susurró.

Sentí un nudo en la garganta.

—No, Lucía… Mamá te quiere mucho. Siempre te va a querer.

Esa noche decidí que tenía que hacer algo. Busqué ayuda en asociaciones de familias con hijos discapacitados. Conocí a otras personas como yo: jóvenes que habían cambiado fiestas por consultas médicas y noches sin dormir.

Un día, mi padre hizo las maletas y se fue sin decir adiós. Solo dejó una nota: “No puedo más”.

Me quedé solo con Lucía y una montaña de facturas impagadas.

Pensé en rendirme muchas veces. Soñaba con irme lejos, empezar de cero en otra ciudad donde nadie supiera quién era Diego el pringado que cuida de su hermana «la rara».

Pero cada vez que veía a Lucía reírse viendo dibujos animados o abrazar su muñeco como si fuera lo más valioso del mundo, recordaba la promesa que le hice a mi madre.

A veces salíamos al parque y los otros niños se burlaban de ella. Yo me mordía los labios para no gritarles:

—¡Dejadla en paz! ¡No sabéis lo que es vivir así!

Pero Lucía parecía no enterarse. Vivía en su burbuja de colores y canciones inventadas.

Una tarde de invierno, mientras nevaba sobre Madrid, Lucía me abrazó muy fuerte y me dijo:

—Diego, eres mi héroe.

Lloré como un niño pequeño. Por primera vez sentí que todo el dolor valía la pena.

Hoy tengo veintiséis años y sigo cuidando de Lucía. He aprendido a pedir ayuda y a no avergonzarme de nuestra situación. Hay días malos y días peores, pero también momentos de luz: cuando Lucía aprende una palabra nueva o cuando me sonríe como solo ella sabe hacerlo.

A veces me pregunto si he perdido mi vida o si he encontrado un sentido más profundo al sacrificio.

¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por una promesa? ¿Es justo sacrificarlo todo por amor a la familia?