El Último Verano de Lucía
—¿Por qué nadie me lo había dicho antes? —grité, con la voz quebrada, mientras el cuchillo caía sobre el plato y el silencio se hacía más denso que nunca en el comedor.
Mi madre, sentada frente a mí, bajó la mirada. Mi hermano Álvaro apretó los puños bajo la mesa. Y mi padre, Enrique, con la cara demacrada y los ojos hundidos, apenas pudo sostenerme la mirada.
—No quería preocuparos —susurró él, casi inaudible.
Aquella tarde de junio en Madrid, el calor se pegaba a la piel y el olor a tortilla recién hecha flotaba en el aire. Pero nada podía tapar el sabor amargo de la noticia: mi padre tenía cáncer de colon, fase tres. De repente, todo lo cotidiano —las discusiones por quién ponía la mesa, las bromas sobre el Atleti, las quejas por el tráfico— se volvía insignificante.
Me levanté de la mesa y salí al balcón, buscando aire. Desde allí veía los tejados rojizos del barrio de Chamberí y escuchaba el murmullo lejano de la ciudad. Pero dentro de mí solo había ruido: miedo, rabia, culpa. ¿Cómo no me había dado cuenta? ¿Por qué nadie me había contado nada?
Mi madre vino detrás de mí. Me abrazó por la espalda, como cuando era niña y tenía pesadillas.
—Lucía, tu padre no quería que sufrieras. Ya sabes cómo es…
—¿Y creéis que así sufro menos? —le solté, apartándome—. ¿No os dais cuenta de que ahora todo es peor?
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de mi padre por el pasillo, sus idas y venidas al baño. Recordé cuando me llevaba al Retiro los domingos por la mañana, cuando me enseñó a montar en bici o cuando me animaba antes de los exámenes. Ahora era él quien necesitaba ánimo, pero yo solo sentía impotencia.
Los días siguientes fueron una sucesión de visitas al hospital Gregorio Marañón, análisis, caras largas y silencios incómodos. Mi padre intentaba bromear con las enfermeras:
—¿Me vais a dejar calvo como a Fernando Alonso?
Pero todos sabíamos que no era lo mismo. La quimioterapia empezaría pronto y nadie podía asegurar cómo respondería su cuerpo.
Una tarde, mientras esperábamos los resultados de una biopsia, mi hermano Álvaro explotó:
—¡Siempre igual! Aquí nadie habla claro. Papá se calla las cosas, mamá lo tapa todo y Lucía hace como si nada pasara.
Me dolió. Porque tenía razón. Yo también había fingido que todo estaba bien para no enfrentarme a la realidad. Pero ahora ya no podía huir.
Empezaron las sesiones de quimio. Mi padre perdió el apetito y el humor. Mi madre se encerraba en la cocina a llorar. Álvaro se refugiaba en el trabajo y yo… yo me sentía invisible.
Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía recoger la ropa del tendedero, mi padre me llamó a su habitación.
—Ven, hija —me dijo con voz cansada—. Siéntate conmigo un rato.
Me senté en la cama y él me cogió la mano.
—Sé que tienes miedo. Yo también lo tengo. Pero no quiero que esto nos destruya como familia. Prométeme que vais a cuidaros los unos a los otros.
No pude evitar llorar. Él también lloró. Por primera vez en mucho tiempo sentí que estábamos juntos en esto.
A partir de entonces intenté estar más presente: acompañaba a mi padre al hospital, cocinaba sus platos favoritos aunque apenas los probara, hablaba con mi madre para que saliera a pasear conmigo por el parque del Oeste. Álvaro y yo dejamos de pelearnos tanto y empezamos a compartir recuerdos de nuestra infancia para hacer reír a papá.
Pero no todo era esperanza. Hubo días en los que pensé que no aguantaría más: cuando vi a mi padre vomitar sangre, cuando mi madre se desmayó del cansancio o cuando Álvaro me confesó que tenía miedo de perder su trabajo por faltar tanto para cuidar a papá.
En medio de todo ese caos, descubrí cosas que nunca imaginé: cartas antiguas entre mis padres donde hablaban de sus sueños frustrados; fotos en blanco y negro de mis abuelos en un pueblo perdido de Castilla; una caja con recortes del Atleti que mi padre guardaba desde niño.
La enfermedad sacó lo peor y lo mejor de nosotros. Hubo reproches: «Nunca estuviste cuando te necesitaba», le gritó mi madre a mi padre una noche. Hubo confesiones: «Siempre quise ser pintora», me dijo ella entre lágrimas mientras dibujábamos juntas para distraernos del dolor.
Y hubo momentos de ternura inesperada: como cuando mi padre me pidió que le leyera poemas de Machado porque decía que le ayudaban a dormir; o cuando Álvaro trajo churros un domingo por la mañana solo para vernos sonreír.
El verano pasó entre hospitales y paseos cortos por el barrio. El otoño llegó con lluvias y más incertidumbre: los médicos no sabían si la quimio estaba funcionando. Pero algo había cambiado en nosotros: ya no teníamos miedo de hablar claro ni de llorar delante del otro.
Una tarde fría de noviembre, mi padre nos reunió en el salón:
—No sé cuánto tiempo me queda —dijo— pero quiero daros las gracias por estar aquí conmigo. Pase lo que pase, quiero que sigáis adelante… juntos.
Nos abrazamos los cuatro, llorando sin vergüenza. Por primera vez sentí que éramos una familia de verdad: rota, imperfecta, pero unida por algo más fuerte que el miedo o el dolor.
Ahora escribo esto desde su habitación, mientras él duerme tras otra sesión agotadora. No sé qué pasará mañana ni si volveremos a ser los mismos algún día. Pero he aprendido que incluso en medio del sufrimiento hay espacio para el amor y la esperanza.
¿Alguna vez habéis sentido que una noticia lo cambia todo? ¿Cómo se sigue adelante cuando parece que todo se desmorona?