El último verano de Lucía: Entre llamas y esperanza
—¡Mamá, el cielo está naranja! —grité desde la ventana, con el corazón encogido y las manos temblorosas. El humo se colaba por las rendijas y el olor a quemado era tan fuerte que me picaban los ojos. Tenía ocho años y nunca había sentido tanto miedo. Mi madre, Carmen, me abrazó con fuerza, pero noté que ella también temblaba.
—Tranquila, Lucía. Los bomberos están aquí, no va a pasar nada —me susurró, aunque su voz se quebró al final.
Era agosto, y el calor en nuestro pueblo de la sierra de Gredos era insoportable. El incendio había empezado dos días antes, y cada hora que pasaba parecía que las llamas estaban más cerca de nuestra casa. Mi padre, Antonio, estaba fuera ayudando a los vecinos a evacuar animales y a mojar los tejados. Desde hacía meses apenas hablaba con mi madre; discutían por todo, pero ahora el fuego parecía haberlo cambiado todo.
Esa noche no dormí. Me asomé a la ventana y vi a los bomberos: hombres y mujeres cubiertos de hollín, con la mirada cansada y los uniformes empapados de sudor. Uno de ellos, un chico joven llamado Sergio, se sentó en la acera frente a mi casa y se quitó el casco. Parecía tan triste que sentí un nudo en el estómago.
A la mañana siguiente, mientras mi madre preparaba café para los voluntarios, me acerqué a Sergio con una caja de galletas que había hecho con mi abuela antes de que ella tuviera que irse a casa de unos primos en Ávila.
—¿Quieres una? —le pregunté, ofreciéndole la caja con las manos manchadas de harina.
Sergio sonrió por primera vez desde que lo vi.
—Gracias, campeona. Nos hace falta un poco de dulzura aquí —me dijo, y su voz sonó sincera.
A partir de ese día, empecé a llevarles pequeños regalos: dibujos, botellas de agua fría, cartas con mensajes de ánimo. Los bomberos me llamaban “la chispa buena del pueblo”. Cada vez que podía, les preguntaba si necesitaban algo más. Uno de ellos, Pilar, me contó que echaba de menos a su hija, que estaba en Salamanca con su abuela.
—¿Sabes? —me confesó Pilar una tarde—. A veces lo más duro no es el fuego, sino estar lejos de los que quieres.
Aquellas palabras se me quedaron grabadas. Pensé en mi familia: en mi padre durmiendo en el sofá porque no quería discutir más con mi madre; en mi abuela sola en otra ciudad; en mí misma, deseando que todo volviera a ser como antes.
El incendio seguía avanzando. Una noche oí a mis padres discutir en la cocina:
—No podemos seguir así, Carmen. Esto nos está destrozando —dijo mi padre.
—¿Y qué quieres que haga? ¡Estoy agotada! —respondió mi madre entre sollozos.
Me tapé los oídos con la almohada y lloré en silencio. Al día siguiente, decidí hacer algo diferente. Escribí una carta para los bomberos y otra para mis padres. En la de los bomberos les di las gracias por salvarnos y les conté cómo me sentía: asustada pero también orgullosa de ellos. En la carta para mis padres les pedí que no se rindieran, que yo necesitaba que volvieran a quererse como antes.
Dejé las cartas en la mesa del desayuno. Cuando volví del colegio improvisado en el polideportivo del pueblo (el fuego había cerrado la escuela), vi a mis padres leyendo juntos mis palabras. Mi madre lloraba y mi padre le cogía la mano. No dijeron nada, pero esa noche cenamos los tres juntos por primera vez en semanas.
El incendio tardó casi un mes en apagarse del todo. Cuando por fin llovió y el humo desapareció, el pueblo entero salió a la plaza para dar las gracias a los bomberos. Yo subí al escenario con Sergio y Pilar y les entregué un dibujo: un árbol verde rodeado de niños y bomberos cogidos de la mano.
—Gracias por devolvernos la esperanza —dije al micrófono, con la voz temblorosa pero firme.
La gente aplaudió y algunos lloraron. Mis padres se abrazaron detrás del escenario y yo sentí que algo dentro de mí también se curaba poco a poco.
Ahora, meses después, el monte sigue negro pero empiezan a salir brotes verdes entre las cenizas. Mi familia no es perfecta; mis padres aún discuten a veces, pero han aprendido a escucharse más. Yo sigo llevando galletas y cartas al parque de bomberos cuando puedo.
A veces me pregunto: ¿Por qué tiene que venir una tragedia para recordarnos lo importante que es estar juntos? ¿Cuántas Lucías hacen falta para encender una chispa de esperanza cuando todo parece perdido?