El Vecino Nuevo: Mentiras Bajo el Cielo de Castilla
—¿Has visto lo que está haciendo ese hombre en el corral? —me susurró mi madre, con la voz temblorosa, mientras apartaba la cortina de la ventana del salón.
Era la primera semana de mayo y, como cada año desde que tengo memoria, habíamos vuelto a la casa familiar en el corazón de Castilla. El aire olía a tierra mojada y a promesas de verano. Pero este año todo era distinto: la finca de al lado, abandonada desde que murió la señora Carmen, tenía nuevo dueño. Nadie en el pueblo conocía a Tomás, ni de dónde venía ni por qué había elegido este rincón perdido para instalarse.
La primera vez que lo vi fue una tarde, mientras recogía tomates en el huerto. Se acercó a la valla con una sonrisa demasiado amplia para ser sincera.
—Buenas tardes, vecina. Soy Tomás. Encantado de conocerte —dijo, extendiendo la mano por encima de las zarzas.
Le respondí con cortesía, pero algo en su mirada me puso en guardia. No era desconfianza sin motivo: en los pueblos pequeños, los secretos no tardan en salir a la luz, y los forasteros siempre traen historias consigo.
Al principio, Tomás parecía inofensivo. Se ofrecía a ayudar con pequeñas cosas: arreglar la verja, compartir leña, incluso trajo una tarta de manzana a casa el domingo siguiente. Pero pronto empezaron los rumores. Que si había sido despedido de su trabajo en Madrid por un asunto turbio, que si debía dinero a medio mundo, que si había comprado la casa por una ganga porque nadie más la quería.
Una noche, mientras cenábamos, mi padre dejó caer el cuchillo sobre el plato con un golpe seco.
—Ese hombre no es trigo limpio —sentenció—. Hoy le he visto merodeando cerca del pozo viejo. ¿Qué busca ahí?
Mi hermano Luis, siempre escéptico, se encogió de hombros.
—Papá, igual solo está curioseando. No montemos una película.
Pero mi madre y yo compartimos una mirada inquieta. Había algo en Tomás que no cuadraba. Empezaron a desaparecer cosas pequeñas: una regadera del jardín, un saco de patatas del cobertizo, incluso un par de gallinas del corral. Nadie tenía pruebas, pero todos sospechábamos lo mismo.
Una tarde calurosa, mientras regaba las plantas, escuché voces acaloradas al otro lado de la valla. Me acerqué sigilosamente y oí a Tomás discutiendo con un hombre desconocido:
—Te he dicho que aún no tengo el dinero. Dame una semana más —suplicaba Tomás.
El otro hombre respondió con voz fría:
—No me hagas venir otra vez hasta aquí. Ya sabes lo que pasa si no cumples.
Me quedé helada. Corrí a contárselo a mi familia. Esa noche apenas dormimos. Mi padre insistía en ir a hablar con el alcalde; mi madre temía represalias; Luis quería enfrentarse directamente a Tomás.
Los días siguientes fueron un desfile de tensiones y miradas furtivas. Tomás empezó a evitar el contacto con nosotros y con el resto del pueblo. Pero una mañana, al ir a buscar huevos al gallinero, encontré una nota anónima clavada en la puerta:
«No os metáis en lo que no os importa.»
El miedo se instaló en casa como un huésped indeseado. Mi madre dejó de salir sola al jardín; mi padre empezó a dormir con la escopeta cerca; Luis se pasaba las noches vigilando desde la ventana.
Un sábado por la tarde, mientras el sol caía sobre los campos dorados, decidimos reunirnos con algunos vecinos para hablar del asunto. En la plaza del pueblo, bajo la sombra de los olmos centenarios, se desató una tormenta de acusaciones y teorías:
—Ese hombre es un estafador —afirmó doña Pilar—. A mí me pidió dinero prestado para arreglar el tejado y nunca me lo devolvió.
—A mí me prometió venderme leña barata y desapareció con el anticipo —añadió don Ernesto.
El ambiente se caldeó hasta que llegó Tomás, con la cara desencajada y los ojos rojos de rabia o miedo.
—¿Qué pasa aquí? ¿Ahora resulta que soy el enemigo público número uno? —gritó—. ¡No sabéis nada de mí!
Mi padre se adelantó:
—Entonces cuéntanos quién eres realmente y qué buscas aquí.
Tomás bajó la cabeza y durante unos segundos reinó un silencio espeso. Finalmente habló:
—Solo quería empezar de nuevo… Pero parece que ni aquí puedo escapar de mi pasado.
Se marchó sin mirar atrás. Aquella noche hubo más preguntas que respuestas. Nadie sabía si creerle o no. La tensión seguía creciendo y las desapariciones continuaban.
Unos días después, la Guardia Civil apareció en el pueblo buscando a Tomás por una denuncia de estafa en otra provincia. Había huido durante la noche, dejando la casa vacía y un rastro de mentiras tras de sí.
La tranquilidad volvió poco a poco al pueblo, pero algo había cambiado para siempre en nosotros. La desconfianza se había instalado como una sombra persistente sobre nuestras vidas rurales.
Ahora, cuando paseo por los campos al atardecer y veo la casa vacía del vecino, me pregunto: ¿Cómo podemos confiar otra vez después de haber sido engañados? ¿Realmente conocemos alguna vez a quienes nos rodean?