El viejo brasero de Don Manuel y la lección que nunca olvidaré
—¿De verdad no puedes prestármelo, Don Manuel? Solo será para este sábado, prometo devolvérselo limpio —le supliqué, con la voz temblorosa, mientras él cerraba la puerta de su pequeño trastero.
Don Manuel me miró por encima de sus gafas, con ese gesto seco que siempre me intimidaba desde niño. —No, Tomás. Ese brasero es mío y no sale de aquí. Ya sabes cómo son las cosas —sentenció, girándose para perderse entre las sombras del patio.
Me quedé allí, con la mano en el aire y el corazón encogido. No era solo el brasero; era la sensación de rechazo, como si no fuera digno de confianza. Caminé de vuelta a casa, mascullando entre dientes. Mi mujer, Carmen, me esperaba en la cocina, rodeada del aroma a pimientos asados.
—¿Y bien? ¿Nos lo deja? —preguntó, esperanzada.
Negué con la cabeza. —Nada. Que no sale de su trastero. Como si fuera oro.
Carmen suspiró, decepcionada. —Siempre igual con ese hombre. Pero bueno, tampoco pasa nada. Podemos hacer la barbacoa en el horno.
Pero sí pasaba. Yo sentía una rabia sorda que no sabía explicar. ¿Por qué tanta mezquindad? ¿Por qué no podía confiar en mí? Esa noche apenas dormí, dándole vueltas al asunto. Recordé cuando mi padre compartía todo con los vecinos; cuando en el barrio nadie cerraba las puertas con llave.
Al día siguiente, mientras barría la acera, vi a Don Manuel hablando con su hijo, Sergio. Discutían acaloradamente junto al coche. Sergio gesticulaba furioso:
—¡Siempre igual, padre! ¡No confías en nadie! Por eso mamá se fue harta de ti.
Don Manuel bajó la cabeza, derrotado. Me sentí incómodo por escuchar aquello, pero no pude apartar la vista. Sergio se marchó dando un portazo al coche y Don Manuel se quedó solo, mirando el suelo.
Esa tarde, mientras regaba las plantas, vi humo saliendo del trastero de Don Manuel. Corrí hacia allí y lo encontré intentando apagar unas llamas que salían del brasero. El viejo aparato había prendido fuego a unos periódicos apilados cerca.
—¡Ayúdame, Tomás! —gritó, desesperado.
Sin pensarlo, cogí una manta y juntos sofocamos el fuego. Cuando todo terminó, Don Manuel se sentó en una silla, temblando.
—Podía haber sido peor… —murmuró.
Me senté a su lado. Por primera vez vi a Don Manuel vulnerable, casi roto.
—¿Por qué no me lo prestaste? —le pregunté suavemente.
Él me miró con los ojos húmedos. —No es por ti… Es que ese brasero era de mi padre. Lo traje de Salamanca cuando vine a Madrid. Siempre he pensado que si lo presto… lo pierdo. Como perdí tantas cosas en la vida.
Me quedé callado. De repente entendí que su negativa no era por codicia, sino por miedo a perder lo poco que le quedaba de su pasado.
En los días siguientes, el brasero quedó inservible tras el incendio. Don Manuel parecía más solo que nunca. Un domingo por la mañana llamé a su puerta con una caja envuelta en papel marrón.
—¿Qué es esto? —preguntó desconfiado.
—Un brasero nuevo. Para usted. Y si alguna vez quiere hacer una barbacoa juntos…
Don Manuel sonrió por primera vez en años. Me invitó a pasar y compartimos un café largo y silencioso.
Esa tarde hablé con Carmen:
—¿Sabes? A veces creemos que los demás son egoístas o tacaños… pero quizá solo están protegiendo algo que les duele perder.
Ella me abrazó y juntos miramos por la ventana cómo Don Manuel limpiaba su nuevo brasero con esmero.
Desde entonces nuestra relación cambió. Aprendí que detrás de cada gesto hay una historia que desconocemos; que la codicia a veces es solo miedo disfrazado; y que un simple acto de generosidad puede sanar heridas antiguas.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántas oportunidades de acercarnos a alguien dejamos pasar por orgullo o incomprensión?