El viejo pincel y el silencio entre nosotros
—¿Por qué siempre tienes que estar metida en ese taller, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, cortando el aire como un cuchillo. Yo apreté el pincel entre los dedos, manchándome de azul las uñas. No respondí. ¿Qué podía decirle? Que allí, entre las herramientas oxidadas y los botes de pintura seca, era el único sitio donde sentía que podía respirar.
Mi abuelo Julián había muerto hacía dos años, pero su presencia seguía impregnando cada rincón de la casa. Él fue el único que alguna vez me miró a los ojos y me preguntó: «¿Qué sueñas, Lucía?». Nadie más se atrevía a hablar de sueños en nuestra familia. Mi padre, Manuel, apenas cruzaba palabra conmigo desde que perdió el trabajo en la fábrica de muebles. Mi madre, Carmen, se había convertido en una sombra que barría el suelo y suspiraba frente a la ventana, como si esperara que algo —o alguien— viniera a rescatarnos.
El taller era mi refugio. Allí encontré aquel viejo pincel, con las cerdas abiertas y el mango desgastado por las manos de mi abuelo. Lo sostuve como si fuera un talismán. La primera vez que lo mojé en pintura y lo deslicé sobre una tabla de madera, sentí una corriente eléctrica recorrerme el cuerpo. Era como si todo lo que no podía decir en voz alta —el miedo, la rabia, la tristeza— se deslizara por mi brazo hasta la punta del pincel.
Pero en casa, el arte era un lujo para otros. «Eso no da de comer», repetía mi madre cada vez que me veía dibujando en los márgenes de los cuadernos del instituto. «Tienes que ser realista, Lucía. Aquí nadie tiene tiempo para tonterías.»
Una tarde de noviembre, mientras pintaba un retrato de mi abuelo a escondidas, mi padre entró sin avisar. Se quedó mirando la tabla durante unos segundos eternos. Pensé que iba a gritarme o a romperlo todo. Pero solo murmuró:
—Te pareces a él cuando te concentras así.
Me quedé helada. Era la primera vez en mucho tiempo que me dirigía la palabra sin reproche. Quise preguntarle tantas cosas —por qué estaba siempre tan triste, si alguna vez había tenido sueños— pero no me atreví. El silencio volvió a instalarse entre nosotros.
En el instituto tampoco era fácil. Mis compañeros se reían cuando veían mis manos manchadas de pintura. «¿Vas a ser la nueva Picasso?», bromeaba Sergio, el chico más popular de clase. Yo agachaba la cabeza y apretaba los dientes. Nadie entendía lo importante que era para mí ese viejo pincel.
Una noche escuché a mis padres discutir en la cocina. Hablaban en susurros, pero las palabras se colaban por debajo de la puerta:
—No podemos seguir así, Carmen. No llegamos a fin de mes.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que Lucía deje el instituto y se ponga a limpiar casas conmigo?
—Al menos así ayudaría un poco…
Sentí una punzada en el pecho. Sabía que mi madre limpiaba casas ajenas para poder pagar la luz y el gas. Yo también quería ayudar, pero no podía renunciar al único espacio donde sentía que era yo misma.
Un día, la profesora de plástica anunció un concurso de pintura para jóvenes talentos organizado por el ayuntamiento del pueblo vecino. El premio era una beca para estudiar Bellas Artes en Madrid. Mi corazón latió con fuerza: ¿y si…?
Pasé semanas enteras encerrada en el taller, pintando hasta que me dolían los dedos y los ojos se me llenaban de lágrimas. Cada trazo era una batalla contra el miedo al fracaso y la voz de mi madre repitiendo: «Eso no da de comer». Pinté nuestro salón vacío, las manos agrietadas de mi madre, los ojos cansados de mi padre y la sonrisa ausente de mi abuelo.
El día del concurso llegó y llevé mi cuadro envuelto en una sábana vieja. Mi madre no quiso acompañarme; decía que era perder el tiempo. Mi padre me miró desde la puerta y solo dijo:
—Hazlo por ti.
En la sala del ayuntamiento había cuadros preciosos: paisajes llenos de luz, retratos perfectos… El mío parecía fuera de lugar: oscuro, lleno de sombras y miradas tristes. Dudé en dejarlo allí, pero recordé las palabras de mi abuelo: «Pinta lo que sientas, aunque duela».
Esa noche no pude dormir. Imaginaba todas las formas posibles en las que podían rechazarme. Al día siguiente recibí una llamada: había ganado el concurso.
Corrí a casa con la carta temblando entre las manos. Mi madre me miró incrédula; mi padre sonrió por primera vez en meses. Lloramos los tres abrazados en medio del pasillo.
La beca me permitió marcharme a Madrid y estudiar lo que siempre soñé. Pero nunca olvidé aquel taller ni el viejo pincel de mi abuelo. Cada vez que dudo de mí misma o siento que no encajo, cierro los ojos y recuerdo ese silencio espeso entre nosotros… y cómo aprendí a romperlo con color.
A veces me pregunto: ¿cuántos sueños se quedan atrapados en casas como la mía, ahogados por el miedo y la necesidad? ¿Cuántos Lucías hay esperando encontrar su propio pincel?