Entre Dos Abuelas: La Batalla por Lucía

—¡Lucía, cariño, ven aquí! —llamó mi madre desde el salón, con esa voz dulce que solo usaba cuando quería que mi hija la eligiera a ella y no a la otra abuela. Desde la cocina, escuché cómo la madre de mi marido, Carmen, resoplaba y murmuraba algo sobre “malcriar a la niña”.

Era domingo, y como cada semana desde que Lucía nació, ambas abuelas se presentaban en casa para competir por su atención. Yo intentaba mantener la paz, pero aquel día sentí que algo se rompía dentro de mí. Lucía, con sus cinco años y sus trenzas deshechas, se quedó paralizada en medio del pasillo, mirando a una y a otra como si tuviera que elegir entre dos mundos.

—Ven con la abuela Carmen, que te he traído chocolate del bueno —dijo Carmen, levantando una tableta como si fuera un trofeo.

—No le des más azúcar, Carmen, luego no duerme —intervino mi madre, Mercedes, con una sonrisa forzada.

—¡Pues al menos yo no le meto ideas raras en la cabeza! —replicó Carmen.

Lucía me miró con ojos grandes y asustados. Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía ser que dos mujeres adultas, madres ambas, se comportaran como niñas celosas? ¿Por qué mi hija tenía que soportar esa tensión?

Esa noche, cuando Lucía se quedó dormida abrazada a su peluche favorito, me senté en el borde de su cama y lloré en silencio. Recordé mi propia infancia: los domingos de paella en casa de mis abuelos, las risas, los juegos en el parque del Retiro. Nada de esto tenía que ver con lo que vivía ahora mi hija.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, Lucía me preguntó:

—Mamá, ¿por qué la abuela Mercedes dice que la abuela Carmen es mala?

Me atraganté con el café. ¿Hasta ese punto habían llegado? ¿De verdad estaban usando a mi hija como mensajera de sus rencores?

—Cariño, las abuelas te quieren mucho. A veces los mayores se pelean por tonterías —intenté suavizarlo.

Pero Lucía bajó la cabeza y murmuró:

—No quiero ir más a casa de ninguna.

Ese fue el golpe final. Decidí que no podía seguir permitiendo aquello. Llamé primero a mi madre.

—Mamá, tenemos que hablar. No puedo más con vuestras peleas delante de Lucía. Está sufriendo —le dije sin rodeos.

—Pero hija, si yo solo quiero lo mejor para ella. Carmen la malcría y tú no te das cuenta —respondió indignada.

—No se trata de quién tiene razón. Se trata de Lucía. Está empezando a rechazaros a las dos —le expliqué.

El silencio al otro lado del teléfono fue largo y pesado.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que deje de verla? —preguntó al fin, casi llorando.

—Quiero que la quieras sin condiciones ni comparaciones. Que no hables mal de Carmen delante de ella. Que seas su abuela, no su rival —le pedí.

La conversación con Carmen fue aún más difícil. Ella negó todo al principio:

—Eso son cosas de tu madre. Yo solo le doy cariño a mi nieta.

—Carmen, por favor. Lucía está sufriendo. No puede ser que cada vez que venís acabemos todos enfadados —insistí.

Al final, accedieron a reunirse las tres: Mercedes, Carmen y yo. Nos sentamos en la terraza del bar debajo de casa, rodeadas del bullicio madrileño y del aroma a café recién hecho. Les hablé claro:

—Os quiero mucho a las dos. Pero si seguís así, Lucía va a perder a sus abuelas. No voy a permitir que sigáis utilizándola para vuestros reproches.

Mercedes bajó la mirada; Carmen apretó los labios. Durante unos minutos nadie dijo nada. Luego mi madre rompió el silencio:

—Yo solo quería sentirme importante para ella…

Carmen asintió:

—Y yo… supongo que tenía miedo de quedarme fuera.

Por primera vez vi vulnerabilidad en sus ojos. Dos mujeres fuertes, acostumbradas a luchar por todo en la vida: por sus hijos, por sus maridos, por su lugar en el mundo… Ahora luchaban por el amor de una niña pequeña.

Les propuse turnos claros para visitar a Lucía y actividades conjuntas donde ambas pudieran compartir sin competir. Al principio costó: hubo miradas frías y silencios incómodos. Pero poco a poco aprendieron a ceder terreno.

Un sábado cualquiera, meses después, vi a las dos abuelas sentadas juntas en el parque viendo cómo Lucía jugaba en los columpios. Hablaban bajito y hasta se reían. Me acerqué y escuché cómo Mercedes le contaba a Carmen una anécdota de cuando yo era pequeña; Carmen respondió con otra historia sobre mi marido.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo: alivio porque Lucía por fin podía disfrutar de sus abuelas sin miedo; tristeza porque había tenido que llegar al límite para conseguirlo.

Esa noche, mientras arropaba a Lucía, me pregunté si algún día podríamos dejar de repetir los errores del pasado. ¿Por qué nos cuesta tanto compartir el amor? ¿Por qué convertimos lo más puro en motivo de guerra?

¿Vosotros también habéis vivido algo así? ¿Hasta dónde seríais capaces de llegar para proteger la felicidad de vuestros hijos?