Entre dos amores: El silencio de Ema

—¿Por qué siempre es Lucía la que recibe el abrazo primero? —me pregunté en silencio, apretando la taza de café con manos temblorosas. Era martes, y como cada martes, Laura llegaba a casa con mis nietas después del colegio. El timbre sonó y mi corazón se encogió, anticipando la escena que se repetía semana tras semana.

—¡Abuela! —gritó Lucía, la pequeña, lanzándose a mis brazos. Laura sonrió, orgullosa, mientras Ema se quedaba atrás, con la mochila colgando y la mirada clavada en el suelo. Nadie le preguntó cómo le había ido el día. Nadie notó que sus ojos estaban hinchados de llorar.

—¿Qué tal el cole, Lucía? —preguntó Laura, ignorando a Ema por completo.

—Bien, mamá. La profe me ha puesto una estrella en el cuaderno —presumió Lucía, mientras Laura le revolvía el pelo con ternura.

Ema se sentó en silencio junto a la ventana. Yo la observaba de reojo, sintiendo una punzada de culpa. ¿Por qué no intervenía? ¿Por qué no decía nada? Tal vez porque temía romper ese frágil equilibrio que aún mantenía unida a mi familia.

La tarde transcurrió entre risas y deberes. Lucía contaba historias inventadas y Laura reía con ella. Ema apenas probó la merienda. Cuando intenté acercarme, ella apartó la mirada.

—Ema, cariño, ¿quieres contarme algo? —susurré, sentándome a su lado.

Ella negó con la cabeza. Un silencio espeso nos envolvió.

Esa noche, después de que Laura se marchara con las niñas, me quedé sola en el salón. El eco de las risas de Lucía me perseguía, pero lo que más dolía era el silencio de Ema. Recordé cuando Laura era pequeña y yo, sin quererlo, también cometí errores. ¿Estaba repitiendo ella mi historia?

Los días pasaron y la situación empeoró. En el cumpleaños de Lucía, toda la familia se reunió en casa. Laura decoró todo con globos y serpentinas rosas. Ema ayudó en silencio, colgando guirnaldas sin que nadie le diera las gracias.

—¡Vamos a hacer una foto! —anunció Laura.

Todos se agruparon alrededor de Lucía. Ema quedó al margen, medio oculta tras una silla. Nadie pareció notarlo excepto yo.

Esa noche, no pude dormir. Me debatía entre el miedo y la rabia. ¿Cómo podía permitir que mi nieta se sintiera invisible? Decidí hablar con Laura.

—Laura, tenemos que hablar —le dije al día siguiente, cuando vino a recoger a las niñas.

Ella me miró con fastidio.

—¿Qué pasa ahora, mamá?

—Ema está sufriendo. No puedes seguir ignorándola así —le dije, intentando controlar las lágrimas.

Laura bufó.

—Siempre dramatizas todo. Ema es muy sensible, pero tiene que aprender a espabilar. Lucía simplemente es más cariñosa.

—No es cuestión de cariño, Laura. Es cuestión de justicia —insistí—. No puedes hacerle sentir menos.

Laura me miró como si no entendiera nada.

—Mamá, no te metas en cómo educo a mis hijas.

Se marchó dando un portazo. Me quedé sola otra vez, sintiendo que había fracasado como madre y como abuela.

Los días siguientes fueron un infierno. Laura dejó de llamarme y solo veía a las niñas en el parque, de lejos. Ema parecía más triste que nunca. Una tarde lluviosa, la encontré sentada bajo un árbol, empapada y tiritando.

—Ema, ven aquí —le dije, cubriéndola con mi abrigo.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué mamá no me quiere como a Lucía? —susurró.

Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos.

—Eso no es verdad, cielo… —intenté decirle, pero ella negó con la cabeza.

—Siempre le grita a mí y nunca a Lucía. Siempre le compra cosas bonitas a ella… Yo solo quiero que me abrace —sollozó.

La apreté contra mi pecho y lloramos juntas bajo la lluvia. En ese momento supe que no podía seguir callando.

Al día siguiente fui al colegio y pedí hablar con la orientadora escolar. Le conté todo lo que estaba pasando en casa. Ella me escuchó con atención y me animó a buscar ayuda profesional para Laura y para Ema.

No fue fácil convencer a mi hija. Se enfadó conmigo y durante semanas no me habló. Pero poco a poco, gracias al apoyo de la orientadora y de una psicóloga infantil, Laura empezó a ver lo que estaba haciendo mal.

Un día llegó a casa con las dos niñas y me abrazó llorando.

—Mamá… Lo siento tanto… No me daba cuenta…

Esa tarde fue la primera vez en mucho tiempo que vi a Ema sonreír de verdad mientras jugaba con su madre y su hermana. No sé si alguna vez podré perdonarme por no haber actuado antes, pero al menos ahora sé que nunca es tarde para intentar reparar lo roto.

A veces me pregunto: ¿Cuántos niños habrá como Ema en tantas familias? ¿Cuántas veces callamos por miedo a romper la paz aparente? ¿Y si hablar fuera el primer paso para salvarlos?