Entre dos madres: El precio de elegir

—¿De verdad vas a dejarme sola por ella? —La voz de mi madre, Carmen, retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada.

Me quedé quieta, con las llaves temblando en la mano. Podía oír a mi hija pequeña, Sofía, jugando en el salón, ajena a la tormenta que se desataba entre su abuela y yo. Mi madre me miraba con esos ojos oscuros que siempre habían sido mi refugio y ahora eran un muro infranqueable.

—Mamá, no es dejarte… Pilar está muy mal. No tiene a nadie más —intenté explicarme, pero sabía que era inútil. Desde que mi suegra enfermó, todo se había vuelto una batalla de silencios y reproches.

Carmen suspiró, cruzando los brazos. —Siempre has sido demasiado buena, Lucía. Pero algún día te darás cuenta de que nadie te lo va a agradecer.

Salí de casa con el corazón encogido. El trayecto hasta el piso de Pilar fue un desfile de recuerdos: las meriendas en casa de mi madre, los veranos en la playa de Cádiz, las noches en vela cuando Sofía era un bebé y Carmen venía a ayudarme sin que yo se lo pidiera. ¿Cómo podía explicarle que ahora otra mujer necesitaba de mí? ¿Que cuidar a Pilar no era una traición?

Al llegar, encontré a Pilar sentada en su butaca, la mirada perdida en la ventana. Su enfermedad —un cáncer que avanzaba sin piedad— la había reducido a una sombra de sí misma. Pero cuando me vio, sonrió con una ternura que me partió el alma.

—¿Cómo está Sofía? —preguntó con voz débil.

—Bien, está con su abuela Carmen —respondí, intentando sonar alegre.

Pilar asintió. —Tu madre debe estar enfadada conmigo…

Negué con la cabeza, aunque ambas sabíamos que era cierto. Me senté a su lado y le cogí la mano. Sentí su piel fina como papel y pensé en mi propia madre, sola en casa, convencida de que la estaba abandonando.

Las semanas pasaron entre hospitales, recetas y noches sin dormir. Mi marido, Álvaro, hacía lo que podía para ayudarme, pero el peso caía sobre mí. Carmen dejó de llamarme. Cuando iba a verla con Sofía, apenas hablaba; se limitaba a preparar la merienda en silencio y mirar por la ventana. Un día, mientras recogía los platos, me soltó:

—No sé qué te ha dado esa mujer. No es tu madre.

Me giré despacio. —Pero es la madre de Álvaro. Y está sola.

—¿Y yo? —preguntó Carmen con voz rota—. ¿No estoy sola también?

No supe qué decirle. Sentí que cualquier palabra sería una traición para alguna de las dos.

Una tarde de domingo, Pilar tuvo una recaída. Llamé a Álvaro y fuimos corriendo al hospital. Mientras los médicos la atendían, me senté en la sala de espera y marqué el número de mi madre. Necesitaba oír su voz, aunque fuera para discutir.

—Mamá…

—¿Qué pasa ahora? —respondió seca.

—Pilar está muy mal. No sé si va a salir de esta…

Hubo un silencio largo al otro lado. Por un momento creí que iba a colgarme.

—Lucía… —dijo al fin—. No quiero perderte por culpa de esto.

Las lágrimas me brotaron sin remedio. —Yo tampoco quiero perderte a ti, mamá. Pero no sé cómo hacerlo bien…

Colgué y me quedé mirando mis manos temblorosas. ¿Era posible querer a dos madres y no fallarle a ninguna?

Pilar murió dos semanas después. El día del entierro llovía sin tregua sobre el cementerio de La Almudena. Álvaro lloraba en silencio; Sofía no entendía por qué todos estaban tan tristes. Carmen vino al funeral. Se acercó a mí cuando todos se habían marchado y me abrazó fuerte.

—Perdóname —susurró—. He sido egoísta. Solo tenía miedo de perderte.

Lloramos juntas bajo la lluvia. Por primera vez en meses sentí que podía respirar.

Ahora, meses después, sigo preguntándome si hice lo correcto. Mi relación con mi madre se ha ido reconstruyendo poco a poco, pero hay heridas que tardan en cerrar. A veces me despierto pensando en Pilar y en todo lo que aprendí cuidándola: sobre el amor incondicional, sobre el miedo a la soledad… sobre lo difícil que es elegir entre el deber y el corazón.

¿Alguna vez habéis sentido que cualquier decisión os rompe por dentro? ¿Cómo se aprende a vivir con esa culpa?