Entre el amor y el abandono: la historia de Mariana
—¿Por qué te vas, Javier? —le pregunté con la voz quebrada, sintiendo cómo el aire se volvía denso en la sala pequeña de nuestro departamento en Ciudad de México. Él no contestó. Solo recogió su maleta, evitó mirarme a los ojos y salió, dejando tras de sí un silencio tan pesado que sentí que me aplastaba el pecho.
No sé cuánto tiempo estuve ahí, parada, mirando la puerta cerrada. Mi hijo, Alejandro, apenas tenía nueve años y dormía en su cuarto, ajeno a la tormenta que acababa de desatarse en su mundo. Yo amaba a Javier con una intensidad que a veces asustaba hasta a mí misma. Era ese amor ciego, total, que te hace olvidar tus propias necesidades. Pero él… él eligió irse con otra mujer. Una compañera del trabajo, más joven, sin hijos ni cicatrices.
La noticia del divorcio corrió rápido entre mis vecinos y familiares. Mi madre, Doña Carmen, fue la primera en llegar a mi casa con su rosario en la mano y una mirada de reproche disfrazada de compasión.
—Te lo dije, Mariana. Los hombres no aguantan mujeres tan intensas. Debiste ser más sumisa —me dijo mientras preparaba café en la cocina.
—Mamá, no quiero hablar de eso ahora —le respondí, sintiendo cómo el resentimiento me subía por la garganta.
Pero ella insistió. Y así fue cada día durante semanas. Llamadas de tías, primas y hasta vecinas que venían a «apoyarme», pero en realidad solo querían saber los detalles morbosos del fracaso de mi matrimonio.
En el trabajo tampoco fue fácil. Soy maestra en una primaria pública y mis compañeras cuchicheaban a mis espaldas. «Pobre Mariana, tan entregada… ¿cómo no se dio cuenta?». Los padres de familia comenzaron a mirarme con lástima o desconfianza. En este país, ser madre soltera todavía es motivo de sospecha.
Pero lo más difícil fue enfrentar a Alejandro. Una noche lo encontré llorando en su cama, abrazando el peluche que le regaló su papá.
—¿Por qué papá ya no vive aquí? ¿Fue mi culpa? —me preguntó con esos ojos grandes y tristes que heredó de Javier.
Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.
—No, mi amor. Nada de esto es tu culpa. Papá y yo tuvimos problemas de adultos, pero los dos te amamos mucho —le dije, tratando de sonar firme aunque por dentro me estaba desmoronando.
Los meses pasaron y aprendí a vivir con el vacío. Me refugié en el trabajo y en mi hijo. Alejandro empezó a destacarse en la escuela y decidió que quería ayudar a otros niños como él, hijos de padres separados o ausentes. Se inscribió en un grupo de apoyo escolar donde ayudaba a los más pequeños con sus tareas y les contaba chistes para hacerlos reír.
Mientras tanto, yo luchaba con las cuentas atrasadas, las miradas inquisitivas y la soledad. A veces sentía rabia hacia Javier, otras veces nostalgia. Hubo noches en las que me pregunté si alguna vez volvería a sentirme amada o si estaba condenada a ser «la ex esposa», «la madre soltera», esa etiqueta que pesa tanto en nuestra sociedad.
Un día, mientras esperaba a Alejandro afuera de la escuela, vi a Javier llegar con su nueva pareja. Ella era todo lo contrario a mí: rubia, delgada, siempre sonriente. Alejandro corrió hacia él y lo abrazó con fuerza. Yo me quedé parada ahí, sintiendo una mezcla de celos y alivio. Al menos él no había abandonado a nuestro hijo.
Esa noche, Alejandro llegó contento.
—Mamá, papá dice que puedo irme con él el próximo fin de semana. ¿Está bien?
Tragué saliva antes de responder.
—Claro que sí, hijo. Lo importante es que seas feliz.
Pero cuando se fue, me sentí más sola que nunca. Me pregunté si algún día podría reconstruir mi vida sin depender del amor de un hombre.
Las cosas empezaron a cambiar cuando conocí a Lucía, otra madre soltera del barrio. Ella había pasado por algo similar y juntas empezamos a apoyarnos mutuamente. Organizamos reuniones para otras mujeres como nosotras; compartíamos historias, consejos y hasta recetas para ahorrar en la despensa.
Un día Lucía me dijo:
—Mariana, tú vales mucho más de lo que crees. No necesitas un hombre para ser feliz ni para sentirte completa.
Sus palabras me hicieron reflexionar. Empecé a dedicarme tiempo a mí misma: retomé mis clases de pintura, salí a caminar por el parque y hasta me atreví a salir con alguien nuevo. No fue fácil confiar otra vez, pero poco a poco aprendí que merecía amor y respeto.
Sin embargo, los problemas no desaparecieron mágicamente. Mi ex suegra dejó de hablarme y algunos familiares me dieron la espalda por «no haber luchado lo suficiente» por mi matrimonio. Pero yo ya no era la misma Mariana sumisa y temerosa; ahora defendía mis decisiones y ponía límites claros.
Una tarde lluviosa, Alejandro llegó corriendo a casa con una carta en la mano.
—Mamá, gané el concurso de ayuda escolar. Me van a dar un reconocimiento en la escuela —me dijo emocionado.
Lo abracé fuerte y sentí que todo el dolor había valido la pena solo por verlo feliz y seguro de sí mismo.
Hoy miro atrás y veo todo lo que he superado: el abandono, la soledad, los prejuicios sociales y familiares. Aprendí que el amor propio es tan importante como el amor por los demás. Y aunque todavía hay días difíciles, sé que soy capaz de salir adelante por mí y por mi hijo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Cuándo aprenderemos como sociedad a dejar de juzgar y empezar a apoyar? ¿Será posible algún día amar sin miedo al abandono?