Entre el amor y el olvido: Un verano en manos de la abuela
—¡Mamá, por favor, solo será este verano!— suplicó Lucía, mi nuera, mientras recogía a toda prisa los juguetes del salón. Mi hijo, Andrés, me miraba con esa mezcla de urgencia y cariño que solo los hijos saben poner cuando necesitan algo. —Eres la mejor abuela del mundo, mamá. No queremos dejar a los niños en un campamento cualquiera. Ellos te adoran— añadió, dándome un beso en la frente.
Sentí un calor dulce en el pecho. ¿Quién no querría escuchar esas palabras? Acepté sin dudarlo. Pensé que serían unas semanas, que podría con todo. Al fin y al cabo, ¿qué son dos niños de seis y ocho años para una mujer que ha criado a tres hijos sola en un piso de Vallecas?
La primera semana fue casi idílica. Pablo y Martina llenaban la casa de risas y carreras. Hacíamos bizcochos, íbamos al parque del Retiro, les leía cuentos antes de dormir. Me sentía útil, viva, necesaria. Pero pronto el cansancio empezó a pesarme. Las noches se hicieron largas: Pablo tenía pesadillas y Martina se despertaba llorando porque echaba de menos a sus padres.
—Abuela, ¿cuándo vuelven mamá y papá?— preguntaba Martina cada noche, abrazando su peluche.
—Pronto, mi vida. Solo están trabajando mucho— respondía yo, tragándome las lágrimas.
Los días se alargaban bajo el sol abrasador de Madrid. Yo corría detrás de ellos por el parque, preparaba comidas, lavaba ropa, recogía juguetes. Andrés y Lucía llamaban cada dos o tres días, siempre con prisas.
—Mamá, ¿todo bien? Es que hoy tengo una reunión importante…
—Sí, hijo, todo bien— mentía yo, aunque me dolía la espalda y apenas tenía tiempo para mí.
El verano avanzaba y empecé a notar cómo mi paciencia se desgastaba. Una tarde, mientras intentaba convencer a Pablo de que se duchara después de jugar al fútbol en la plaza, exploté:
—¡Por favor, Pablo! ¡Solo te pido que te duches! ¡Estoy cansada!
Él me miró con ojos grandes y asustados. Me sentí horrible. ¿En qué momento había dejado de ser la abuela divertida para convertirme en una mujer gruñona?
Una noche, después de acostarles, llamé a mi hermana Carmen.
—No puedo más, Carmen. Siento que me estoy desvaneciendo. Nadie pregunta cómo estoy yo. Solo esperan que aguante.
—Hermana, tienes derecho a decir basta. No eres una máquina— me dijo ella.
Pero ¿cómo decir basta cuando tus propios hijos te necesitan? ¿Cómo negarte a cuidar de tus nietos cuando sabes que nadie más lo hará con tanto amor?
El día que Lucía vino a recogerles tras casi dos meses, entró como un torbellino.
—¡Ay, mamá! ¡Qué haríamos sin ti!— dijo mientras revisaba el móvil.
Andrés ni siquiera bajó del coche; tenía prisa por llegar a una reunión. Me dieron las gracias deprisa y se marcharon con los niños medio dormidos en el asiento trasero.
Me quedé sola en el salón desordenado. El silencio me golpeó como una bofetada. Miré las fotos familiares en la estantería: mis hijos pequeños en la playa de Benidorm, mi difunto marido sonriendo junto a mí…
Pasaron los días y nadie llamó para preguntar cómo estaba. Ni un mensaje. Ni una visita. Solo silencio y el eco de las risas infantiles que ya no llenaban la casa.
Una tarde, mientras hacía la compra en el mercado de Antón Martín, me encontré con Rosario, una vecina del barrio.
—¿Qué tal el verano con los nietos?— preguntó con esa curiosidad mezcla de interés y cotilleo tan madrileña.
—Bien… aunque ha sido duro. A veces siento que solo me buscan cuando necesitan algo— confesé sin poder evitarlo.
Rosario asintió con comprensión.
—Eso nos pasa a todas las abuelas. Nos quieren mucho… pero solo cuando les hacemos falta.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si realmente había hecho bien en sacrificar mi tiempo y mi salud por unos hijos que apenas reparaban en mí más allá de mis servicios como cuidadora gratuita.
Un domingo decidí invitarles a comer. Preparé cocido madrileño como en los viejos tiempos. Cuando llegaron, los niños corrieron a abrazarme pero Andrés y Lucía apenas se sentaron cinco minutos antes de sacar los móviles y hablar de trabajo.
Durante la comida intenté contarles cómo me sentía:
—Este verano ha sido muy largo para mí… Me he sentido un poco sola y cansada…
Lucía me interrumpió:
—Ay, mamá, siempre has podido con todo. Eres fuerte. Además, los niños te adoran.
Andrés ni siquiera levantó la vista del móvil.
Sentí un nudo en la garganta. ¿De verdad era tan invisible para ellos? ¿Tan solo era útil cuando podían dejarme a los niños?
Esa noche escribí una carta que nunca llegué a entregarles:
“Queridos hijos: Os quiero más que a nada en este mundo. Pero también soy persona. También necesito sentirme querida y valorada más allá de lo que puedo hacer por vosotros…”
Ahora paso los días leyendo en el parque o tomando café con Carmen. He aprendido a decir “no” sin sentirme culpable. Pero aún duele mirar el teléfono y ver que nadie llama solo para preguntar cómo estoy.
¿Hasta cuándo las madres y abuelas seremos solo un recurso? ¿Cuándo aprenderán nuestros hijos a vernos como personas y no solo como cuidadoras?