Entre el amor y la culpa: El día que mi hermana se casó y mi abuela lloró

—¿Y dónde quieres que me meta, hija? —La voz de mi abuela Carmen retumba en la cocina, mientras sostiene la taza de café con manos temblorosas. Mi hermana Lucía, con el velo todavía en la mano, me mira suplicante desde la puerta. El aroma a café recién hecho no logra disimular la tensión que se respira en el aire.

Hoy debería ser un día feliz: Lucía se casa en dos semanas y ha venido a quedarse a casa para preparar todo. Pero nuestra casa, un piso antiguo en Lavapiés, no es grande. Y mi abuela, que vive con nosotras desde que papá murió, siente que sobra.

—No digas eso, abuela —le respondo, intentando sonar firme—. Aquí hay sitio para todas.

Pero sé que miento. La habitación de invitados está llena de cajas y trastos. Lucía necesita espacio para su vestido, sus cosas, sus nervios. Y Carmen, mi abuela, lleva semanas sintiéndose invisible.

Lucía suspira y deja el velo sobre la mesa.

—Mamá habría sabido qué hacer —dice en voz baja.

La mención de mamá siempre es como una bofetada. Murió hace tres años y desde entonces todo lo importante parece incompleto. Me acerco a Lucía y le aprieto la mano.

—Lo resolveremos —le prometo, aunque no sé cómo.

Esa noche, mientras recojo los platos, escucho a mi abuela llorar bajito en su cuarto. Me asomo y la veo sentada en la cama, mirando una foto antigua de mamá.

—¿Te molesto si entro? —pregunto.

Ella niega con la cabeza. Me siento a su lado y le paso el brazo por los hombros.

—No quiero ser una carga —susurra—. Ya bastante tenéis con la boda y todo esto…

Me duele escucharla así. Recuerdo cuando era pequeña y ella me llevaba al Retiro a dar de comer a los patos. Siempre fue fuerte, siempre supo qué decir. Ahora parece tan frágil…

—Abuela, tú eres parte de esta familia. No tienes que irte a ningún sitio.

Pero ella insiste:

—Lucía necesita espacio. Yo puedo irme unos días con tu tía Pilar…

Sé que Pilar vive en un cuarto piso sin ascensor y apenas tiene sitio para sí misma. Pero Carmen está decidida a sacrificarse por nosotras.

Al día siguiente, Lucía llega con cajas y bolsas. La casa se llena de risas nerviosas, pruebas de maquillaje y llamadas de última hora. Pero también de silencios incómodos cuando Carmen entra en la cocina y se encuentra con todo patas arriba.

Una tarde, mientras ayudo a Lucía a probarse el vestido, Carmen entra con una bandeja de rosquillas caseras.

—He pensado que podríamos llevarlas a la boda —dice tímidamente.

Lucía sonríe, pero enseguida vuelve a mirar su móvil. Yo noto cómo a Carmen se le apaga la mirada.

Esa noche, discuto con Lucía en el salón.

—No puedes ignorarla así —le reprocho—. Está haciendo un esfuerzo enorme por no molestar.

Lucía se encoge de hombros.

—Es que no puedo estar pendiente de todo… Estoy nerviosa, ¿vale? No quiero que nada salga mal.

—¿Y crees que apartando a la abuela todo irá mejor?

Se hace un silencio tenso. Sé que ambas tenemos razón y ninguna quiere ceder.

Los días pasan y la tensión crece. Carmen empieza a pasar más tiempo en su cuarto. Apenas come. Yo intento estar en todo: ayudar a Lucía con los preparativos, cuidar de Carmen, trabajar desde casa… Me siento al borde del colapso.

Una noche, encuentro a Carmen haciendo la maleta.

—¿A dónde vas? —pregunto alarmada.

—A casa de Pilar. No quiero estorbar más —responde sin mirarme.

Me siento impotente. Llamo a Lucía y le pido que venga al cuarto.

—Abuela se va porque siente que no tiene sitio aquí —le digo, conteniendo las lágrimas.

Lucía mira a Carmen y por primera vez parece entender el dolor que hay detrás de sus gestos pequeños.

Se arrodilla junto a ella y le coge las manos.

—Perdóname, abuela. Estoy tan nerviosa con la boda que no me he dado cuenta de lo importante que eres para mí… Para todas nosotras.

Carmen llora en silencio. Yo también.

Esa noche hablamos las tres hasta tarde. Decidimos reorganizar la casa: Lucía dormirá conmigo en mi cuarto; Carmen tendrá su espacio; las cajas irán al trastero. No es perfecto, pero es nuestro hogar.

El día de la boda, Carmen lleva sus rosquillas caseras y todos los invitados hablan de ellas durante horas. Lucía le dedica un brindis emocionado: “A mi abuela Carmen, que siempre ha estado ahí aunque a veces no lo hayamos visto”.

Esa noche, ya en casa, me siento junto a Carmen en el sofá mientras escuchamos las campanas lejanas de la iglesia.

—¿Crees que mamá estaría orgullosa? —me pregunta Carmen con voz temblorosa.

La abrazo fuerte y pienso en todo lo que hemos pasado juntas.

¿De verdad hay una solución perfecta cuando todos queremos cosas distintas? ¿O simplemente tenemos que aprender a escucharnos mejor antes de perdernos unos a otros?