Entre el amor y la traición: la historia de una madre y su hija en guerra

—¿De verdad crees que puedes juzgarme, mamá? —La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría y cortante como el viento de enero en Madrid. Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Nunca pensé que mi hija, mi única hija, pudiera mirarme con tanto desprecio.

Hace apenas un año, Lucía y yo éramos inseparables. Siempre fui esa madre que corría a su lado ante cualquier problema: cuando le hacían bullying en el instituto, cuando suspendió la selectividad por primera vez, cuando su padre nos dejó por otra mujer y tuve que ser madre y padre a la vez. Lucía era mi vida entera. Por eso, cuando me llamó llorando una noche de septiembre, diciendo que Sergio —su marido— le había sido infiel, no dudé ni un segundo en ponerme de su lado.

—No te preocupes, hija. Yo te ayudo a salir de esto —le prometí, abrazándola mientras sollozaba en mi regazo como cuando era niña.

El divorcio fue un infierno. Sergio era un hombre orgulloso y vengativo. Las discusiones por la custodia de los niños, las peleas por el piso en Móstoles, los insultos velados en cada reunión familiar… Yo estaba allí, siempre al pie del cañón. Incluso llegué a insultar a Sergio delante de sus propios padres en una comida incómoda de domingo. No me importaba nada más que proteger a Lucía.

Pero medio año después, todo cambió. Un día recibí una llamada de mi hermana Carmen:

—¿Sabes lo que dice Lucía de ti por ahí? Que te has entrometido demasiado, que por tu culpa perdió la custodia compartida…

No podía creerlo. ¿Mi propia hija diciendo eso? Pensé que era un malentendido. Pero pronto llegaron los silencios incómodos, las miradas esquivas en las reuniones familiares, los mensajes sin responder.

Una tarde de primavera, decidí enfrentarla. Fui a su casa en Alcorcón sin avisar. Llamé al timbre y me abrió la puerta con cara de pocos amigos.

—¿Qué quieres? —me espetó.

—Hablar contigo. ¿Por qué me estás apartando de tu vida? ¿Por qué dices esas cosas de mí?

Lucía cruzó los brazos y suspiró con rabia.

—Porque no entiendes nada, mamá. Siempre has querido controlarlo todo. No me dejaste respirar ni siquiera durante el divorcio. Hiciste que todo fuera peor.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era posible que yo, que solo quería ayudarla, hubiera sido la causa de su sufrimiento?

—Solo quería protegerte…

—¡Pues no necesito que me protejas! —gritó—. Necesito que me escuches y me dejes tomar mis propias decisiones.

Me marché de su casa con lágrimas en los ojos. Durante semanas no pude dormir bien. Me sentía traicionada y perdida. ¿En qué momento se había roto nuestra relación? ¿Cuándo dejé de ser su refugio para convertirme en su enemiga?

Las cosas empeoraron cuando mi nieto mayor, Pablo, cumplió ocho años y Lucía no me invitó a la fiesta. Me enteré por Facebook, viendo las fotos de todos sonriendo alrededor de la tarta menos yo. Llamé a Lucía entre sollozos:

—¿Por qué no me invitaste?

—No quiero más dramas, mamá. No quiero que vengas a criticar a Sergio delante de los niños ni a decirme cómo tengo que educarlos.

Me sentí invisible. Como si toda una vida dedicada a ella no valiera nada.

Mi hermana Carmen intentó mediar:

—Dale tiempo, Rosario. Las heridas del divorcio son profundas…

Pero yo sabía que algo se había roto para siempre. Empecé a repasar cada momento del pasado: ¿fui demasiado sobreprotectora? ¿No supe soltarla cuando debía? ¿O es ella quien no sabe agradecer todo lo que hice?

Una noche, mientras cenaba sola frente al televisor encendido sin sonido, recibí un mensaje inesperado:

“Necesito tiempo. No sé si podré perdonarte algún día.”

Era Lucía.

Lloré como hacía años no lloraba. Me sentí vieja y sola. Pensé en todas las madres españolas que han dado la vida por sus hijos y luego se han visto apartadas sin explicación. ¿Es este el destino de las madres entregadas? ¿Convertirse en enemigas de sus propios hijos?

Hoy sigo esperando una llamada suya, una señal de reconciliación. Pero también empiezo a preguntarme si fui demasiado lejos, si confundí amor con control, protección con asfixia.

A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿qué es ser una buena madre? ¿Dónde está el límite entre ayudar y entrometerse? ¿Alguna vez podré recuperar a mi hija… o ya es demasiado tarde?