Entre el deber y el deseo: La historia de Wiktor y Liza en la vieja vecindad
—¡Wiktor! ¡Por favor, no me dejes sola con esto!— El grito de mi hermana Violi rebotó por las paredes descascaradas del edificio, mezclándose con el llanto de sus gemelos. Eran las seis y media de la mañana y yo ya estaba sudando, con la maleta en una mano y el boleto de autobús en la otra. Liza me esperaba abajo, con ese vestido azul que tanto me gusta, lista para nuestro primer viaje juntos después de años de promesas rotas.
Pero ahí estaba yo, atrapado entre el deber y el deseo, como siempre. Violi tenía fiebre, los niños lloraban y mi madre —que vive en Puebla— no podía venir. «No tengo a nadie más, Wiktor. Por favor… sólo unas horas», suplicó Violi, con los ojos rojos y la voz quebrada. Sentí cómo mi corazón se partía en dos.
—Liza me va a matar —murmuré, mientras subía resignado las escaleras.
—¿Otra vez tu hermana?— preguntó Liza por teléfono, su voz fría como el mármol. —¿Y yo? ¿Siempre voy a ser tu segundo lugar?
No supe qué responderle. Colgué sin decir adiós.
La mañana se volvió un caos: pañales, termómetros, dibujos animados a todo volumen. Violi dormía en el sofá, envuelta en una manta. Yo miraba por la ventana, viendo cómo el sol iluminaba los tejados grises de la colonia Doctores. Soñaba con el mar, con Liza, con una vida donde pudiera elegir por mí mismo.
Fue entonces cuando escuché el golpe en la puerta. Era Mariana, la vecina del piso de abajo. Morena, menuda y siempre con olor a café recién hecho. Traía una charola con pan dulce y una sonrisa cansada.
—Te vi llegar con cara de funeral —dijo—. ¿Todo bien?
Le conté lo que pasaba. Mariana asintió, como si entendiera demasiado bien.
—A veces uno tiene que cargar con la familia aunque duela —susurró—. Yo también dejé muchas cosas por cuidar a mi mamá enferma. Nadie te lo agradece después, pero si no lo haces tú… ¿quién?
Sus palabras me calaron hondo. Los niños se encariñaron con ella al instante. Mariana se quedó un rato ayudándome a calmarlos y hasta logró que comieran algo.
—¿Y tu novia?— preguntó de pronto.
—Enojada —respondí—. No sé si me va a perdonar esta vez.
Mariana me miró largo rato antes de decir:
—A veces uno tiene que elegir entre lo que quiere y lo que debe. Pero también hay que preguntarse: ¿y si nunca llega tu turno?
La tarde cayó pesada sobre el edificio. Violi despertó un poco mejor y me agradeció entre lágrimas. Los niños dormían abrazados a sus peluches. Bajé a tirar la basura y me encontré a Liza esperándome en la entrada.
—¿Ya terminaste de ser el héroe familiar?— preguntó, sin mirarme a los ojos.
—Liza, lo siento… No podía dejarla sola.
Ella suspiró, cansada.
—Siempre es lo mismo, Wiktor. Siempre tienes una excusa para no pensar en ti mismo… o en nosotros.
Sentí rabia e impotencia. ¿Acaso era tan malo querer ayudar a mi familia? ¿Por qué tenía que elegir?
Liza se fue sin decir adiós. Me quedé parado bajo la lluvia ligera que empezaba a caer sobre la ciudad, sintiendo que todo se desmoronaba.
Subí las escaleras lentamente. Mariana estaba sentada en el descanso del tercer piso, fumando un cigarro.
—¿Te peleaste con ella?— preguntó sin rodeos.
Asentí.
—A veces siento que nunca voy a poder salir de aquí —confesé—. Que siempre voy a ser el hermano responsable, el hijo ejemplar… pero nunca yo mismo.
Mariana apagó el cigarro y me miró con una ternura inesperada.
—¿Y si te dieras permiso de pensar en ti? Aunque sea un día… ¿qué pasaría?
No supe qué responderle. Nos quedamos en silencio, escuchando los sonidos del edificio: una radio vieja sonando salsa en algún departamento lejano, el llanto de un bebé, risas apagadas detrás de puertas cerradas.
Esa noche Violi mejoró lo suficiente para cuidar a los niños sola. Bajé al departamento de Mariana para devolverle la charola del pan dulce. Ella me invitó un café y hablamos hasta tarde sobre sueños rotos y segundas oportunidades.
Me contó cómo había dejado su carrera de enfermera para cuidar a su madre durante años; cómo su hermano menor nunca volvió a visitarla después del funeral; cómo aprendió a vivir sola, pero nunca sin esperanza.
—La familia es una bendición y una carga —dijo Mariana—. Pero también tienes derecho a buscar tu felicidad.
Al día siguiente llamé a Liza. Le pedí perdón y le dije que necesitaba tiempo para entender qué quería realmente. Ella lloró al teléfono y colgó sin decir nada más.
Pasaron los días. Violi volvió al trabajo y los niños regresaron al kínder. Yo seguía viendo a Mariana cada tarde: compartíamos café, historias y silencios cómodos. Empecé a sentir algo nuevo: una paz desconocida, como si por fin pudiera respirar sin culpa.
Un domingo por la tarde, mientras jugábamos lotería con los niños en el patio del edificio, Violi se me acercó:
—Gracias por todo, hermano —me dijo—. Pero ya es hora de que pienses en ti también.
La miré sorprendido.
—Siempre pensé que era mi deber cuidar de ustedes —le confesé.
Violi sonrió triste:
—A veces confundimos amor con sacrificio eterno… pero tú también mereces ser feliz.
Esa noche subí al techo del edificio con Mariana. Vimos las luces de la ciudad parpadear como luciérnagas lejanas.
—¿Y ahora qué vas a hacer?— preguntó ella.
Me quedé pensando largo rato antes de responder:
—No lo sé… pero por primera vez quiero intentarlo sólo por mí.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que las expectativas familiares decidan nuestro destino? ¿Cuándo nos daremos permiso para buscar nuestra propia felicidad?