Entre Hermanas y Sobrinos: La Herida Que No Cierra

—¡Mamá, ¿por qué siempre tienes que comparar a Michael con Jackson?! —La voz de Karen retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que picaba cebolla para el almuerzo. Yo apenas alcancé a balbucear una respuesta antes de que Sarah, mi otra hija, entrara con su andar seguro y una sonrisa que parecía un escudo.

—No es comparación, Karen. Solo dije que Jackson ganó la olimpiada de matemáticas del colegio. ¿Por qué te molesta tanto?

Me quedé paralizada entre ambas, con las manos húmedas y el corazón encogido. No era la primera vez que presenciaba esa escena. Desde pequeñas, Karen y Sarah parecían vivir en universos opuestos: Karen, siempre luchando contra la corriente; Sarah, flotando con gracia sobre las aguas turbulentas de la vida. Yo, como madre, intenté ser justa, pero ahora me doy cuenta de que la justicia no siempre significa equidad.

Recuerdo cuando Karen tenía ocho años y llegó llorando porque no la invitaron al cumpleaños de Mariana, su mejor amiga. Sarah, con apenas seis, ya tenía un grupo de amigas que la seguían como si fuera la reina del recreo. Aquella noche, mientras le acariciaba el cabello a Karen para consolarla, sentí una punzada de culpa. ¿Había hecho algo mal? ¿O simplemente así era la vida?

Los años pasaron y las diferencias se hicieron más profundas. Karen se esforzaba el doble para obtener la mitad de los resultados de Sarah. Cuando Sarah ganó una beca para estudiar en la universidad pública más prestigiosa de Colombia, Karen apenas logró terminar su carrera en una universidad privada pequeña, después de repetir dos materias y luchar contra la ansiedad.

Ahora, ambas son madres. Y lo que nunca imaginé es que esa rivalidad se trasladaría a sus hijos. Michael tiene doce años y es un niño sensible, callado, con una pasión por los libros y los videojuegos. Jackson, en cambio, es extrovertido, capitán del equipo de fútbol del colegio y líder nato entre sus amigos.

El domingo pasado fue el cumpleaños de Michael. Preparé su comida favorita: arroz con pollo y torta de tres leches. Invité a toda la familia. Cuando Jackson llegó con Sarah, todos los niños corrieron a saludarlo. Michael se quedó en una esquina, mirando cómo su primo acaparaba la atención.

—¿Ves? —susurró Karen a mi oído—. Siempre es lo mismo. Nadie nota a Michael.

Intenté animarla:

—Tu hijo es especial a su manera. No necesita ser como Jackson.

Pero Karen solo apretó los labios y se fue a la cocina. Más tarde, durante la piñata, vi cómo Karen le daba instrucciones a Michael:

—Tienes que romperla tú primero. Demuéstrales que puedes hacerlo mejor que Jackson.

Michael asintió con una mezcla de miedo y determinación. Cuando le tocó el turno, todos los niños lo miraban expectantes. Dio un golpe débil y la piñata apenas se movió. Jackson fue el siguiente; con un solo golpe certero, los dulces cayeron al suelo y todos gritaron de alegría.

Karen se acercó a Michael y le susurró algo al oído. Vi cómo los ojos de mi nieto se llenaban de lágrimas contenidas. Sentí una rabia sorda hacia mi propia hija, pero también una compasión infinita. ¿Cómo podía romper ese ciclo?

Esa noche, después de que todos se fueron, me senté en la sala con Karen mientras recogíamos los platos.

—Mamá —dijo ella de repente—, ¿alguna vez sentiste que yo era suficiente?

Me quedé helada. No supe qué decirle. Recordé todas las veces que celebré los logros de Sarah porque eran más visibles, más fáciles de contarle al mundo. Pero también recordé las noches en vela junto a Karen cuando tenía fiebre o cuando lloraba porque sentía que no encajaba en ningún lado.

—Siempre fuiste suficiente para mí —le respondí al fin—. Solo que a veces no supe cómo demostrártelo.

Karen bajó la mirada y suspiró.

—No quiero que Michael sienta lo mismo que yo sentí toda mi vida.

—Entonces no lo pongas a competir con Jackson —le dije suavemente—. Déjalo ser él mismo.

Karen asintió sin mucha convicción. Sabía que no sería fácil para ella soltar ese resentimiento acumulado durante años.

Al día siguiente, Sarah me llamó:

—Mamá, ¿qué le pasa a Karen? Me ignora cada vez que intento hablarle.

No supe cómo explicarle que el dolor de su hermana era tan antiguo como su propia relación. Que no era culpa suya ni mía del todo; era una herida abierta por las comparaciones inevitables de la vida.

Pasaron las semanas y el ambiente familiar seguía tenso. En Navidad, organizamos una cena en mi casa en Medellín. Todos llegaron puntuales menos Karen y Michael. Cuando finalmente aparecieron, Karen traía los ojos hinchados y Michael no soltaba su libro ni para saludar.

Durante la cena, intenté sacar temas neutrales: películas, recetas nuevas, anécdotas del barrio. Pero bastó un comentario inocente de Sarah para encender la chispa:

—Jackson va a representar al colegio en el concurso nacional de ciencias.

Karen dejó caer el tenedor con un golpe seco sobre el plato.

—¿Y Michael qué? Él también tiene logros —dijo con voz temblorosa—. Solo que nadie los ve porque no son tan ruidosos como los de Jackson.

El silencio fue absoluto. Todos bajaron la mirada. Sentí una vergüenza profunda por no haber sabido criar hijas capaces de apoyarse mutuamente en vez de competir.

Después de esa noche, decidí buscar ayuda profesional para Karen y para mí misma. Empezamos terapia familiar. Fue doloroso escuchar todo lo que Karen guardaba dentro: el resentimiento hacia Sarah, hacia mí, hacia el mundo entero por hacerla sentir menos desde pequeña.

Sarah también asistió a algunas sesiones. Al principio estaba a la defensiva:

—Yo nunca quise hacerle daño a Karen —decía entre lágrimas—. Solo vivía mi vida.

La psicóloga nos ayudó a entender que cada quien carga sus propias heridas y que sanar implica reconocerlas sin culpar al otro.

Hoy las cosas no son perfectas, pero han mejorado un poco. Karen intenta no presionar tanto a Michael; Sarah procura no hablar siempre de los logros de Jackson delante de su hermana. Yo sigo luchando contra mi propio sentimiento de culpa y aprendiendo a celebrar las diferencias en vez de temerlas.

A veces me pregunto si algún día mis hijas podrán mirarse sin ese velo de competencia entre ellas; si mis nietos crecerán libres del peso de nuestras inseguridades adultas.

¿Será posible romper el ciclo? ¿O estamos condenados a repetir las heridas familiares generación tras generación? ¿Ustedes qué piensan?