Entre la Dependencia y la Libertad: El Precio de la Amistad

—¿De verdad crees que podrías sobrevivir sin Tomás? —escupió Eva, con los ojos encendidos y la voz temblando de rabia.

Me quedé helada. El eco de su pregunta retumbó en el salón, entre las tazas de café frío y las migas de bizcocho que ya no importaban. No supe qué responder. ¿Sobrevivir? ¿Por qué tendría que hacerlo sola? Tomás y yo llevamos quince años casados, y nunca he trabajado fuera de casa. Siempre pensé que la confianza era suficiente, que el amor era un seguro contra cualquier tempestad. Pero ahora, con Eva mirándome como si fuera una niña ingenua, sentí cómo se resquebrajaba algo dentro de mí.

—No entiendo por qué tienes que decirme esto —susurré, intentando no romperme—. ¿No confías en mí? ¿O es que tú tampoco confías en Tomás?

Eva suspiró y apartó la mirada. —No es eso, Lucía. Es solo que… no quiero verte atrapada. Mi madre se quedó sin nada cuando papá se fue. No quiero que te pase lo mismo.

La palabra «atrapada» me dolió más que cualquier insulto. Yo no estaba atrapada. ¿O sí? Miré alrededor: el salón decorado con esmero, los retratos familiares en la pared, la luz cálida entrando por la ventana del piso en Chamberí. Todo era mío… ¿o era de Tomás?

Esa noche, mientras Tomás leía el periódico en el sofá, no pude evitar mirarle con otros ojos. ¿Y si un día él decidía marcharse? ¿Qué sería de mí? ¿Cómo pagaría el alquiler, la luz, la compra del Mercadona? Nunca había tenido que preocuparme por esas cosas. Mi mundo era la casa, los niños, las cenas con amigos los viernes.

—¿Te pasa algo? —preguntó Tomás sin apartar la vista del periódico.

—Nada —mentí—. Solo estoy cansada.

Pero no era cansancio. Era miedo. Un miedo nuevo, pegajoso, que se colaba entre mis costillas cada vez que pensaba en las palabras de Eva.

Al día siguiente, intenté hablar con mi madre mientras preparábamos una tortilla de patatas en su cocina de Lavapiés.

—Mamá, ¿tú alguna vez te has sentido… dependiente?

Ella se rió, cortando cebolla con manos expertas.

—Cariño, en mi época todas éramos dependientes. Tu padre traía el dinero y yo llevaba la casa. Así funcionaban las cosas.

—¿Y nunca te dio miedo?

Su sonrisa se apagó un poco.

—A veces sí. Pero entonces miraba a mis hijos y pensaba: esto es lo importante.

No era la respuesta que necesitaba. O quizá sí lo era, pero no quería admitirlo.

Durante días evité a Eva. Ignoré sus mensajes y sus llamadas. Me dolía demasiado enfrentarme a su verdad. Pero una tarde, mientras paseaba por el Retiro con mi hija pequeña, vi a un grupo de mujeres sentadas en círculo, riendo y hablando animadamente sobre sus trabajos, sus proyectos, sus sueños. Sentí una punzada de envidia. ¿Cuándo fue la última vez que hablé de algo mío, solo mío?

Esa noche busqué mi viejo currículum en una carpeta polvorienta del armario. Lo leí como si fuera la vida de otra persona: licenciada en Filología Hispánica, prácticas en una editorial pequeña de Malasaña, cursos de inglés y francés… Todo eso quedó atrás cuando conocí a Tomás y decidimos formar una familia.

Me atreví a llamar a Eva.

—¿Podemos vernos? —pregunté con voz temblorosa.

Nos encontramos en nuestra cafetería habitual en Conde Duque. El silencio entre nosotras era espeso.

—Lo siento —dije al fin—. No quería enfadarme contigo. Solo… me asustó lo que dijiste.

Eva me tomó la mano.

—No quiero perderte como amiga, Lucía. Pero tienes que pensar en ti también. No es cuestión de amor o desconfianza; es cuestión de libertad.

Me eché a llorar allí mismo, sin importarme las miradas ajenas.

—No sé por dónde empezar —admití—. Me siento inútil.

—No lo eres —me aseguró Eva—. Solo necesitas recordarlo.

Esa noche hablé con Tomás. Le conté mis miedos, mi inseguridad, mi deseo de volver a trabajar aunque fuera unas horas al día.

—¿Es por lo que te dijo Eva? —preguntó él, algo molesto.

—No solo por eso. Es por mí. Quiero sentirme capaz de valerme por mí misma si algún día lo necesito.

Tomás suspiró largo rato antes de responder.

—Si eso te hace feliz, adelante. Pero sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

Asentí, aunque no estaba segura de nada ya.

Empecé a buscar trabajo: academias de idiomas, bibliotecas municipales, incluso clases particulares a niños del barrio. Al principio fue duro; me sentía torpe y desfasada. Pero poco a poco fui recuperando confianza. Un día recibí una llamada para dar clases de español a extranjeros en una ONG del centro.

La primera vez que cobré mi propio dinero después de tantos años sentí una mezcla extraña de orgullo y tristeza: orgullo por haberlo conseguido; tristeza por todo lo que había dejado pasar por miedo o comodidad.

Eva y yo volvimos a ser amigas, aunque nuestra relación cambió para siempre. Ahora hablamos más sinceramente; discutimos a veces, pero ya no nos guardamos nada.

A veces me pregunto si habría dado este paso sin aquella discusión dolorosa. Si habría tenido el valor de enfrentarme a mis propias inseguridades sin que alguien me pusiera un espejo delante.

¿De verdad es posible amar sin perderse a una misma? ¿Cuántas mujeres viven aún convencidas de que la seguridad está fuera de ellas mismas? ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese vértigo al mirar tu vida desde otro ángulo?