Entre la fe y el desahucio: Mi batalla por el hogar de mi familia

—¡Mamá, están llamando otra vez!— gritó Lucía desde el pasillo, con la voz temblorosa. El timbre sonaba como una sentencia, cada vez más insistente, como si quisiera arrancarnos de raíz de aquel piso en Vallecas donde habíamos reído, llorado y sobrevivido juntos durante más de quince años.

Me asomé por la mirilla. Era el mismo hombre de traje gris, el que venía cada semana con papeles nuevos y amenazas frescas. Mi corazón latía tan fuerte que temí que él pudiera oírlo desde fuera. Cerré los ojos un instante y recé en silencio: “Dios mío, dame fuerzas para no derrumbarme delante de mis hijos”.

La crisis nos había golpeado como a tantos otros. Mi marido, Antonio, perdió su trabajo en la fábrica de aluminio hacía dos años. Yo limpiaba casas por horas, pero no era suficiente para cubrir el alquiler, la luz, el agua y los libros del colegio. Al principio, intentamos negociar con el casero, don Ramón, un hombre mayor que siempre había sido amable hasta que empezó a necesitar el dinero para su propia familia. “Lo siento, Carmen”, me dijo una tarde en el portal, “pero no puedo esperar más”.

Aquel día, cuando recibimos la notificación oficial del juzgado, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Lucía y Pablo, mis hijos, me miraban esperando respuestas que no tenía. Antonio se encerró en el baño y escuché cómo lloraba en silencio. Yo me senté en la cocina, entre las facturas apiladas y los platos sin fregar, y recé. No sabía qué otra cosa hacer.

Las noches se hicieron eternas. Me despertaba sudando, imaginando a mis hijos durmiendo en un coche o en un albergue. ¿Cómo les explicaría que íbamos a perder nuestro hogar? ¿Cómo pedirles que siguieran creyendo en un futuro mejor?

Un domingo por la mañana, después de misa, me acerqué al padre Julián. No era la primera vez que le pedía consejo, pero nunca me había sentido tan desesperada.

—Padre, no sé qué hacer. Nos van a echar de casa. He rezado tanto… pero parece que Dios no me escucha.

Él me miró con ternura y puso una mano sobre mi hombro.

—Carmen, a veces Dios responde a través de las personas que pone en nuestro camino. No estás sola. ¿Has hablado con la asociación de vecinos? ¿Con Cáritas?

No lo había hecho. La vergüenza me había paralizado. ¿Qué iban a pensar los demás? ¿Que éramos unos fracasados?

Esa misma tarde llamé a Rosa, mi vecina del tercero. Le conté todo entre lágrimas y ella me abrazó fuerte.

—No eres la única, Carmen. Aquí todos estamos luchando. Mañana te vienes conmigo a la asamblea del barrio.

La sala estaba llena de gente como yo: madres solteras, abuelos criando nietos, jóvenes sin trabajo. Compartimos historias, miedos y soluciones. Un abogado voluntario nos explicó nuestros derechos y cómo podíamos pedir un aplazamiento del desahucio. Por primera vez en meses sentí una chispa de esperanza.

Esa noche recé de nuevo, pero esta vez no pedí milagros imposibles. Pedí valor para seguir luchando y sabiduría para aceptar la ayuda de los demás.

Los días siguientes fueron una carrera contrarreloj: papeles, citas en servicios sociales, reuniones con el ayuntamiento. Antonio empezó a cambiar; ya no se encerraba tanto y hasta acompañó a Pablo al entrenamiento de fútbol después de semanas ausente.

El día del juicio llegó antes de lo esperado. Me temblaban las piernas al entrar en la sala. Don Ramón estaba allí, serio pero sin rencor. El juez escuchó nuestras razones y las del casero. Cuando terminó la vista, sentí que todo dependía ya de algo más grande que nosotros.

Al salir del juzgado, Lucía me apretó la mano.

—¿Y ahora qué?

—Ahora rezamos —le respondí— y seguimos luchando.

Una semana después recibimos la noticia: el desahucio se aplazaba tres meses mientras encontrábamos una solución con servicios sociales. No era el final feliz que soñaba, pero era un respiro.

Durante ese tiempo aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos madre ni menos persona. La fe no me devolvió mágicamente mi estabilidad económica, pero sí me dio fuerzas para no rendirme y para confiar en la bondad de quienes nos rodean.

Hoy seguimos viviendo al día, pero ya no tengo miedo de mirar a los ojos a mis vecinos ni de pedir ayuda cuando lo necesito. Y cada noche, antes de dormir, doy gracias por un techo bajo el que mis hijos pueden soñar.

¿Hasta cuándo tendremos que vivir con el miedo a perder lo poco que tenemos? ¿Cuántas familias más tendrán que elegir entre pagar el alquiler o dar de comer a sus hijos? Ojalá mi historia sirva para que nadie tenga que pasar por esto solo.