Entre la fe y el dolor: El viaje de una abuela para salvar a sus nietos
—¡No me hables así, Sergio! —grité, con la voz quebrada, mientras él daba un portazo que hizo temblar los cuadros del pasillo. Me quedé sola en el salón, con las manos temblorosas y el corazón encogido. La taza de café, aún caliente, se me resbaló de los dedos y cayó al suelo, desparramando el líquido oscuro sobre las baldosas frías.
Nunca pensé que llegaría a esto. Yo, Rosario, la abuela que siempre tenía caramelos en el bolso y una sonrisa para cada nieto, ahora era una extraña en mi propia casa. Sergio y Lucía, mis dos nietos mayores, habían cambiado tanto en tan poco tiempo que apenas los reconocía. Desde que su madre, mi hija Carmen, tuvo que irse a trabajar a Alemania tras el ERE en la fábrica de Valladolid, los chicos se quedaron conmigo. Al principio todo iba bien: desayunos juntos, tardes de deberes y risas viendo la tele. Pero pronto llegaron las malas compañías, las salidas hasta tarde y las mentiras.
Recuerdo la primera vez que noté algo raro. Lucía llegó a casa con los ojos rojos y el maquillaje corrido. «Solo es alergia, abuela», me dijo, pero yo sabía que mentía. Sergio empezó a encerrarse en su cuarto, contestando mal y faltando al instituto. Una tarde encontré una bolsita con pastillas en su mochila. Sentí un frío en el pecho, como si el mundo se hubiera detenido.
—¿Qué es esto, Sergio? —le pregunté temblando.
Él me miró con rabia y miedo.
—No es tu asunto, abuela. Déjame en paz.
Esa noche no pude dormir. Recé como nunca antes lo había hecho. «Dios mío, dame fuerzas para no perderlos», susurré entre lágrimas. Me sentía sola, sin saber a quién acudir. Carmen llamaba cada noche desde Alemania, pero yo le ocultaba la verdad para no preocuparla más. ¿Cómo decirle que sus hijos se estaban perdiendo?
Los días se volvieron grises. Lucía empezó a faltar a clase y llegaba a casa oliendo a tabaco y alcohol. Los vecinos murmuraban; en el mercado ya nadie me preguntaba por mis nietos. Me sentía juzgada, señalada como la abuela incapaz de controlar a los suyos.
Una tarde, después de otra discusión con Sergio, salí al parque para despejarme. Me senté en un banco bajo los castaños y lloré como una niña. Una mujer mayor se acercó y me ofreció un pañuelo.
—¿Qué te pasa, Rosario? —era Pilar, mi vecina de toda la vida.
Le conté todo entre sollozos: las peleas, las mentiras, el miedo constante.
—No puedes hacerlo sola —me dijo con ternura—. Ven mañana a la iglesia conmigo. A veces la fe es lo único que nos queda.
Esa noche recé aún más fuerte. Al día siguiente fui con Pilar a misa. Me sentí ridícula al principio, como si estuviera huyendo de mis problemas en vez de enfrentarlos. Pero cuando el sacerdote habló sobre el perdón y la esperanza, algo dentro de mí se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.
Empecé a ir cada semana. Encontré consuelo en las oraciones y en las charlas con otras madres y abuelas que también luchaban por sus familias. No era la única que sufría; no estaba sola.
Poco a poco intenté acercarme de nuevo a mis nietos. Dejé de gritarles y empecé a escucharles más. Una noche encontré a Lucía llorando en su habitación.
—Abuela, no sé qué hacer… —me confesó entre sollozos—. Me siento perdida.
La abracé fuerte y le prometí que estaríamos juntas en esto. Con Sergio fue más difícil; su rabia era un muro casi infranqueable. Pero no dejé de intentarlo.
Un día recibí una llamada del instituto: Sergio había sido sorprendido vendiendo pastillas en el patio. Sentí vergüenza y miedo, pero también alivio: por fin todo salía a la luz. Fui al despacho del director con el corazón encogido.
—Rosario —me dijo el director—, tu nieto necesita ayuda profesional.
Acepté sin dudarlo. Llamé a Carmen esa noche y le conté todo entre lágrimas. Ella lloró conmigo al otro lado del teléfono.
—Mamá, perdóname por haberte dejado sola con esto —me dijo—. Intentaré volver cuanto antes.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de visitas al psicólogo, reuniones con trabajadores sociales y largas conversaciones nocturnas con mis nietos. No fue fácil; hubo recaídas, gritos y puertas cerradas de nuevo. Pero también hubo pequeños milagros: una tarde Lucía me ayudó a preparar la cena sin que se lo pidiera; otra noche Sergio me abrazó después de meses sin hacerlo.
La fe me sostuvo cuando todo parecía perdido. Cada vela encendida en la iglesia era una esperanza renovada; cada oración compartida con Pilar era un bálsamo para mi alma herida.
Hoy las cosas no son perfectas, pero hemos aprendido a hablarnos sin miedo y a pedir ayuda cuando la necesitamos. Carmen ha vuelto de Alemania y juntos intentamos reconstruir lo que se rompió.
A veces me pregunto si hice lo suficiente o si podría haberlo hecho mejor. Pero cuando veo a mis nietos sonreír de nuevo, sé que la lucha valió la pena.
¿Hasta dónde puede llegar el amor de una abuela? ¿Cuántas veces puede uno levantarse después de caer? Quizá nunca lo sabré del todo… pero sigo aquí, luchando por ellos cada día.