Entre la Sangre y el Dinero: Mi Vida en Ruinas
—No pienso hipotecar nuestro futuro por tus padres, Lucía. Ya está bien. —La voz de Álvaro retumbó en el salón, fría como el mármol de la mesa donde apoyaba sus manos temblorosas.
Me quedé de pie, con el móvil aún en la mano, sintiendo cómo la rabia y la impotencia me subían por la garganta. Acababa de hablar con mi hermana, Marta. Mamá había empeorado. El médico del hospital de La Paz había sido claro: sin la operación, no llegaría al verano. Y la Seguridad Social, saturada como siempre, no daba cita hasta dentro de seis meses.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me quede mirando cómo se apaga? —le respondí, la voz quebrada.
Álvaro se levantó bruscamente. —¡No es mi madre! Bastante tengo con mis propios problemas en el trabajo. ¿O es que no te das cuenta de que la empresa va a hacer un ERE?
Me sentí sola, más sola que nunca en los diez años que llevábamos juntos. Recordé las tardes en casa de mis padres en Vallecas, cuando mi madre me preparaba chocolate caliente y me arropaba con su manta vieja. Ahora era yo quien debía protegerla, pero mi marido parecía un extraño.
Esa noche apenas dormí. Escuché a Álvaro moverse por el piso, abrir y cerrar cajones, murmurar por teléfono. Pensé en mi padre, jubilado desde hace dos años, con la pensión justa para pagar la luz y poco más. Pensé en Marta, con dos niños pequeños y un marido en paro. Y pensé en mí: profesora interina, contratos temporales y un sueldo que apenas llegaba a fin de mes.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Álvaro entró en la cocina sin mirarme.
—He hablado con mi madre —dijo—. Dice que no entiende por qué tienes que cargar tú con todo esto. Que cada uno tiene sus problemas.
Sentí una punzada de rabia. La familia de Álvaro nunca había entendido mi apego a los míos. Ellos eran de Pozuelo, acostumbrados a resolverlo todo con dinero o contactos. Nosotros éramos de otra pasta: nos ayudábamos aunque fuera con lo poco que teníamos.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, mirándole a los ojos.
—Pienso que si pagas esa operación, nos quedamos sin ahorros. Y si pierdo el trabajo…
No terminó la frase. El miedo flotaba entre nosotros como una nube tóxica.
Esa tarde fui a ver a mis padres. Mamá estaba pálida, los ojos hundidos pero aún con esa chispa de ironía que siempre la había caracterizado.
—No quiero ser una carga, hija —me susurró mientras le acomodaba la almohada—. Bastante tienes tú ya.
—No digas tonterías —le respondí, tragando lágrimas—. Haré lo que haga falta.
Marta llegó poco después, ojerosa y agotada. Nos sentamos las tres en silencio hasta que papá entró con una bandeja de café soluble y galletas María.
—¿Y Álvaro? —preguntó Marta.
—No ha querido venir —dije bajito.
El silencio fue aún más pesado.
Al volver a casa esa noche, encontré a Álvaro viendo el fútbol. Ni siquiera levantó la vista cuando entré.
—He pedido un préstamo —le dije sin rodeos—. No te preocupes, lo pagaré yo sola si hace falta.
Por primera vez vi miedo en sus ojos. Pero también algo peor: indiferencia.
—Haz lo que quieras —murmuró—. Pero no esperes que yo te apoye en esto.
Los días siguientes fueron un torbellino: papeleo, llamadas al banco, noches sin dormir. Marta y yo conseguimos reunir parte del dinero vendiendo las joyas de mamá y pidiendo ayuda a algunos amigos del barrio. Pero aún faltaba mucho.
Una tarde, mientras corregía exámenes en el instituto, recibí una llamada de mi suegra.
—Lucía, hija… No quiero meterme, pero deberías pensar primero en tu matrimonio. Las madres son importantes, sí, pero los maridos también.
Colgué sin responderle. ¿Acaso no era posible querer y cuidar a ambos?
La operación fue un éxito, pero mamá tardó semanas en recuperarse. Yo iba cada día al hospital después del trabajo; Álvaro ni preguntaba por ella.
Una noche, al volver a casa agotada, encontré una maleta junto a la puerta.
—Me voy unos días a casa de mi madre —dijo Álvaro sin mirarme—. Necesito pensar.
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Era posible que el amor se desvaneciera tan rápido? ¿O quizá nunca había sido tan fuerte como yo creía?
Pasaron semanas sin noticias suyas. Mamá volvió a casa; papá parecía más viejo cada día; Marta seguía luchando por mantener su familia a flote. Yo me sentía vacía, pero también extrañamente libre.
Un domingo por la tarde, Álvaro apareció de repente en casa.
—He venido a recoger mis cosas —dijo seco—. No puedo vivir así. No puedo cargar con tus problemas familiares toda la vida.
Le miré largo rato antes de responder:
—No son solo mis problemas. Son parte de mí. Si no puedes entenderlo… quizá nunca debimos casarnos.
Se fue sin mirar atrás.
Hoy escribo esto desde el pequeño piso donde crecí, rodeada de fotos familiares y del aroma del cocido madrileño que mamá prepara cada domingo aunque apenas pueda moverse. No sé qué será de mí mañana; no sé si algún día podré volver a confiar en alguien como confié en Álvaro.
Pero sí sé una cosa: la familia es lo único que nunca te abandona cuando todo lo demás se derrumba.
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde estaríais dispuestos a llegar por vuestra familia? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por quienes te dieron la vida?