Entre la Sangre y el Dolor: Cuando Mi Madre Eligió a Su Hermana Antes Que a Mí
—¿Por qué siempre tienes que ponerte de su parte? —le grité a mi madre, con la voz rota y los ojos llenos de lágrimas. El eco de mi pregunta retumbó en el pasillo estrecho de nuestro piso en Vallecas, mientras ella, con la mirada baja, recogía los restos de la vajilla rota. Mi tía Carmen, sentada en el sofá, fingía no escuchar, pero yo sabía que disfrutaba cada segundo de mi humillación.
No era la primera vez que discutíamos por Carmen. Desde que se había quedado sin trabajo y vino a vivir con nosotras, todo cambió. Mi madre, Mercedes, siempre había sido mi refugio, pero ahora parecía que su prioridad era proteger a su hermana, aunque eso significara dejarme a mí en segundo plano. Yo, Lucía, con diecisiete años y el corazón hecho trizas, sentía que la casa ya no era mi hogar.
Recuerdo perfectamente el día que empezó todo. Era un viernes lluvioso de noviembre. Llegué del instituto empapada y cansada, deseando encontrarme con mi madre para contarle lo bien que me había salido el examen de Historia. Pero al abrir la puerta, escuché susurros en la cocina. Me acerqué despacio y oí a Carmen decir:
—Mercedes, tienes que ayudarme. No puedo volver con ese inútil de Antonio. Aquí estaré solo un par de semanas.
Mi madre suspiró y le respondió:
—Claro, Carmen. Eres mi hermana. Aquí tienes tu casa.
No preguntó si yo estaba de acuerdo. No pensó en cómo nos afectaría. Solo pensó en ella.
Al principio intenté ser comprensiva. Sabía que Carmen estaba pasando por un mal momento. Pero pronto su presencia se volvió asfixiante. Ocupaba mi cuarto cuando quería privacidad, criticaba mi forma de vestir y hasta se atrevía a leer mi diario. Una tarde la sorprendí husmeando entre mis cosas.
—¿Se puede saber qué haces? —le espeté.
Ella sonrió con esa mueca falsa que tanto detesto.
—Solo buscaba una libreta para apuntar un número.
Corrí a contárselo a mi madre, esperando que me defendiera. Pero Mercedes solo dijo:
—Lucía, no seas exagerada. Carmen está pasando por mucho. Sé más empática.
Empática. Esa palabra se me clavó como un puñal. ¿Y quién era empático conmigo?
Las semanas pasaron y Carmen seguía allí. Empezó a traer a casa a su nuevo novio, un tipo desagradable llamado Julián, que olía a tabaco y cerveza desde las diez de la mañana. Una noche los escuché discutir a gritos en el salón mientras yo intentaba estudiar para Selectividad. Me levanté y les pedí silencio.
—¡Niña malcriada! —me gritó Julián— ¿Quién te crees que eres?
Miré a mi madre buscando apoyo, pero ella solo murmuró:
—Lucía, vete a tu cuarto.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida.
El colmo llegó cuando desapareció el dinero que yo había ahorrado durante meses trabajando en una cafetería los fines de semana. Era para comprarme un portátil para la universidad. Busqué por toda la casa y no lo encontré. Fui directa a mi madre.
—Mamá, me han robado el dinero del cajón. Solo Carmen ha estado aquí.
Ella me miró con cansancio y negó con la cabeza.
—No acuses sin pruebas, Lucía. Carmen nunca haría eso.
Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. ¿Cómo podía defenderla así? ¿Por qué yo no merecía el mismo voto de confianza?
A partir de ese día dejé de hablarles salvo lo imprescindible. Me refugié en casa de mi amiga Marta siempre que podía. Su madre me acogía con cariño y me preguntaba si quería cenar tortilla o croquetas caseras. Allí sentía el calor familiar que había perdido en mi propia casa.
Un domingo por la tarde volví antes de lo habitual y encontré a Carmen sola en el salón contando billetes. Reconocí uno de los míos por una mancha de tinta azul.
—¡Eres una ladrona! —le grité— ¡Devuélveme mi dinero!
Carmen se levantó furiosa y me empujó contra la pared.
—No tienes pruebas —susurró entre dientes— Y si le dices algo a tu madre, ya sabes a quién va a creer.
Me temblaban las piernas mientras subía corriendo a mi cuarto. Esa noche decidí enfrentarme a mi madre una vez más.
—Mamá, Carmen me ha robado el dinero del portátil. Lo he visto con mis propios ojos.
Ella se quedó callada unos segundos eternos antes de responder:
—Lucía, no puedo echarla a la calle. Es mi hermana…
—¿Y yo? ¿Qué soy yo para ti? —le pregunté con la voz quebrada.
No contestó. Solo bajó la mirada y salió del cuarto.
Desde entonces nuestra relación quedó marcada por ese silencio doloroso. Aprobé Selectividad y conseguí una beca para estudiar fuera de Madrid. El día que hice las maletas, mi madre apenas me abrazó; Carmen ni siquiera salió a despedirse.
Ahora, años después, sigo preguntándome si algún día podré perdonar esa traición. ¿Hasta dónde puede llegar una madre por proteger a su hermana? ¿Y cuánto daño puede causar el silencio cuando más necesitamos ser escuchados?
¿Vosotros habéis sentido alguna vez que vuestra familia os ha fallado? ¿Qué haríais si estuvierais en mi lugar?