Entre la Vida y la Ausencia: El Último Suspiro de Esperanza
—¿Por qué ahora, Lucía? ¿Por qué hoy? —me preguntaba en voz baja mientras el reloj del hospital marcaba las tres de la madrugada y el pasillo olía a desinfectante y café frío. Mi madre, Carmen, me apretaba la mano con fuerza, intentando contener sus propias lágrimas. El llanto de mi hija recién nacida, Sofía, resonaba en la habitación contigua, ajena a la tragedia que se cernía sobre nuestra familia.
Manuel, mi marido, llevaba meses luchando contra un cáncer de páncreas que nos robó la esperanza casi tan rápido como nos la dio. Cuando supimos que estaba enfermo, yo ya tenía tres meses de embarazo. Recuerdo cómo me abrazó en la cocina de nuestro piso en Vallecas, con las manos temblorosas y los ojos llenos de miedo.
—Lucía, pase lo que pase, prométeme que vas a seguir adelante —me susurró aquella noche mientras afuera llovía como si el cielo también llorara por nosotros.
La promesa me pesaba ahora más que nunca. Mientras los médicos corrían de un lado a otro y mi padre, Antonio, intentaba calmar a mi hijo mayor, Diego, yo sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Sofía había nacido apenas dos horas antes. Su llanto era un recordatorio cruel de que la vida no se detiene por nadie.
Entré en la habitación donde Manuel yacía, pálido y agotado, pero con una sonrisa débil al verme entrar con nuestra hija en brazos. Sus ojos brillaron por un instante.
—Déjame verla… —susurró con voz ronca.
Me acerqué y coloqué a Sofía junto a él. Manuel le acarició la mejilla con una ternura infinita. Vi cómo una lágrima rodaba por su rostro.
—Eres preciosa… igual que tu madre —dijo, y luego me miró—. Lucía, no tengas miedo. No estás sola.
No pude evitar romperme en ese momento. Me arrodillé junto a su cama y apoyé mi cabeza sobre su pecho. Sentí su mano en mi cabello, temblorosa pero cálida. Afuera, el sol comenzaba a asomar tímidamente entre las nubes grises de Madrid.
Las horas siguientes fueron un torbellino de emociones. Los médicos entraban y salían; mi familia intentaba consolarme mientras yo solo podía pensar en cómo explicarle a Diego que su padre ya no estaría para llevarle al colegio ni para enseñarle a montar en bici los domingos en el Retiro.
Recuerdo cómo mi suegra, Pilar, se aferró al rosario que llevaba siempre en el bolso y murmuraba oraciones entre sollozos. Mi cuñada Marta discutía con los médicos sobre si debíamos trasladar a Manuel a casa para que pudiera despedirse allí. Pero ya era tarde. A las siete y cuarto de la mañana, Manuel exhaló su último suspiro mientras yo le sujetaba la mano y Sofía dormía plácidamente en mis brazos.
El funeral fue una mezcla extraña de abrazos vacíos y palabras huecas. Los vecinos del bloque vinieron a darnos el pésame; algunos lloraban de verdad, otros solo repetían frases hechas: “Era un hombre bueno”, “Ahora está descansando”. Yo solo quería gritarles que nada de eso me consolaba. Que nadie podía llenar el hueco que Manuel había dejado en nuestra casa ni en mi pecho.
Las semanas siguientes fueron aún más duras. Me vi obligada a aprender a ser madre soltera de dos niños pequeños mientras lidiaba con el papeleo interminable del seguro, las facturas acumuladas y las miradas compasivas de quienes no sabían qué decirme. Por las noches, cuando todo estaba en silencio y podía oír mi propio corazón latir con fuerza, me preguntaba si algún día volvería a sentirme completa.
Una tarde de otoño, mientras paseaba con Diego y Sofía por el parque del barrio, él me preguntó:
—Mamá, ¿por qué papá no vuelve?
Me arrodillé frente a él y lo abracé con todas mis fuerzas.
—Papá está aquí —le dije señalando su corazón—. Y también aquí —le acaricié la cabeza—. Siempre va a estar con nosotros, aunque no podamos verlo.
Diego asintió serio y me regaló una sonrisa triste pero sincera. En ese momento entendí que tenía que ser fuerte por ellos, aunque por dentro estuviera rota.
A veces pienso en cómo habría sido nuestra vida si Manuel hubiera vencido al cáncer. Si hubiéramos podido celebrar juntos el primer cumpleaños de Sofía o ver a Diego jugar su primer partido de fútbol. Pero la vida no espera; sigue adelante aunque tú no quieras.
Hoy, mientras escribo estas líneas desde la mesa del salón donde tantas veces desayunamos juntos los cuatro, siento que el dolor sigue ahí, pero también una chispa de esperanza. Sofía sonríe cada vez que escucha una canción de Sabina —la misma que Manuel le cantaba cuando aún estaba en mi vientre— y Diego me ayuda a preparar la cena como hacía su padre.
¿Es posible aprender a vivir con una ausencia tan grande? ¿O solo aprendemos a convivir con el dolor hasta que se convierte en parte de nosotros? No lo sé… Pero aquí sigo, luchando cada día por ellos y por mí misma.