Entre las Ruinas del Amor: La Historia de Lucía
—¿Por qué siempre tienes que gritar, mamá? —le espeté una tarde, con la voz temblorosa, mientras los platos vibraban en la mesa del comedor. Mi madre, Carmen, me miró con los ojos llenos de lágrimas y rabia contenida. Mi padre, Antonio, ya había salido dando un portazo. Tenía quince años y sentía que mi casa era un campo de batalla donde nadie ganaba.
Crecí en un piso antiguo de Lavapiés, donde las paredes parecían absorber los reproches y devolverlos en forma de ecos cada noche. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía dieciséis. Recuerdo perfectamente el día que mi madre me sentó en el sofá azul, ese que olía a colonia barata y a tristeza, y me dijo:
—Lucía, tu padre y yo ya no podemos seguir juntos. No es tu culpa.
Pero yo sentí que sí lo era. Sentí que si hubiera sido mejor hija, si hubiera sacado mejores notas o si hubiera reído más fuerte, quizá ellos habrían encontrado una razón para quedarse juntos. Desde entonces, el amor me pareció algo frágil, casi imposible de mantener.
A los veintitrés años conocí a Marcos en la facultad de Filosofía. Era alto, moreno, con una sonrisa tímida y unos ojos que parecían entenderlo todo. Me enamoré de él como quien se lanza al vacío sin saber si hay red abajo. Pero el miedo siempre estaba ahí, susurrándome al oído:
—No sabes amar. Vas a romperlo todo.
Marcos era paciente. Me invitaba a pasear por el Retiro, a tomar cañas en Malasaña, a perderme entre sus libros y sus historias. Pero yo no podía evitar sentirme insegura cada vez que él tardaba en responder un mensaje o cuando hablaba con alguna amiga suya.
—¿Te pasa algo? —me preguntaba él una noche mientras cenábamos tortilla en mi pequeño piso compartido.
—No sé… A veces siento que vas a cansarte de mí —le confesé, bajando la mirada.
Él me tomó la mano y sonrió:
—Lucía, no soy tu padre. No voy a irme porque sí.
Pero las heridas de mi infancia eran profundas. Cada vez que discutíamos por tonterías —por quién había olvidado comprar leche o por qué no me había contado algo importante— sentía que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Me convertía en mi madre: gritaba, lloraba, decía cosas de las que luego me arrepentía.
Una tarde de otoño, después de una discusión especialmente dura, Marcos se fue dando un portazo. El eco resonó en mi pecho como un disparo. Me quedé sola en el salón, abrazando mis rodillas, preguntándome si alguna vez sería capaz de querer sin miedo.
Mi amiga Laura vino a verme esa noche. Siempre había sido mi refugio desde el instituto.
—Lucía, tienes que dejar de pensar que vas a repetir la historia de tus padres —me dijo mientras me preparaba una tila.
—¿Y si no puedo? ¿Y si estoy rota? —le respondí entre sollozos.
Laura me abrazó fuerte.
—No estás rota. Solo tienes miedo. Pero el miedo no tiene por qué decidir por ti.
Pasaron semanas sin saber nada de Marcos. Cada día era una batalla contra la tentación de llamarle y pedirle perdón por ser como era. Empecé terapia con una psicóloga llamada Pilar. En su consulta aprendí a poner nombre a mis miedos y a entender que el amor no es perfecto ni está libre de conflictos.
Un día, mientras caminaba por la Gran Vía bajo la lluvia, vi a Marcos al otro lado de la calle. Dudé unos segundos antes de cruzar corriendo hacia él.
—Marcos…
Él me miró sorprendido, pero no se apartó.
—¿Podemos hablar? —le pedí con la voz entrecortada.
Nos sentamos en un banco mojado y le conté todo: mis miedos, mis heridas, mi terror a repetir los errores de mis padres.
—No quiero perderte —le dije al final— pero tampoco quiero seguir huyendo cada vez que algo va mal.
Marcos me miró largo rato antes de responder:
—Lucía, yo también tengo miedo. Pero quiero intentarlo contigo. Si tú quieres…
Lloré entonces como no había llorado nunca. No por tristeza, sino por alivio. Por primera vez sentí que podía construir algo diferente a lo que había vivido en casa.
No fue fácil. Tuvimos más discusiones, más dudas y más reconciliaciones. Pero aprendí que el amor no es ausencia de conflicto, sino la voluntad de quedarse incluso cuando todo tiembla alrededor.
Hoy tengo treinta años y sigo aprendiendo a amar sin miedo. Mis padres siguen sin hablarse y mi madre aún guarda rencor en cada arruga de su rostro. Pero yo he decidido romper el ciclo.
A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros arrastramos heridas antiguas sin darnos cuenta? ¿Cuántos creemos que estamos condenados a repetir la historia? ¿Y si el amor verdadero es simplemente atreverse a intentarlo una vez más?