Entre silencios y secretos: La distancia entre una madre y su hija

—¿Cómo que no lo sabías, Carmen? —La voz de Mercedes, la madre de mi yerno, retumbó en el salón mientras yo sostenía la taza de café con manos temblorosas.

No respondí. No podía. El mundo se me vino abajo en ese instante, como si la vida me hubiera dado una bofetada inesperada. Mi hija Lucía, mi única hija, estaba embarazada… y yo era la última en enterarme. Mercedes me miraba con una mezcla de lástima y superioridad, como si disfrutara de mi desconcierto. Sentí que me faltaba el aire.

Lucía siempre fue una niña reservada. Desde pequeña prefería los libros a las personas, los silencios a las conversaciones. Yo trabajaba jornadas interminables en la farmacia del barrio para poder pagarle el colegio, las actividades extraescolares, todo lo que pensé que le daría un futuro mejor. Su padre nos dejó cuando ella tenía seis años. Recuerdo la noche en que se fue: Lucía no lloró, solo se abrazó a su peluche favorito y se encerró en su cuarto. Yo tampoco lloré. Me prometí ser fuerte por las dos, pero quizás esa fortaleza fue solo una coraza que nos separó aún más.

—No te preocupes, Carmen —dijo Mercedes con una sonrisa forzada—. Ya sabes cómo son los jóvenes hoy en día. Lucía me lo contó hace semanas, pero seguro que tenía pensado decírtelo pronto.

Mentira. Lo supe en ese instante. Lucía no pensaba decírmelo. No confiaba en mí. ¿En qué momento perdí a mi hija? ¿Cuándo se convirtió Mercedes en su confidente?

Esa noche, cuando Lucía llegó a casa, la esperé sentada en el sofá del salón, con las luces apagadas. Sentí cómo el corazón me latía en la garganta cuando escuché la llave girar en la cerradura.

—¿Mamá? —preguntó desde el recibidor.

No respondí. Encendió la luz y me vio allí, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Por qué no me lo contaste? —mi voz salió rota, casi un susurro.

Lucía bajó la mirada. Se quedó de pie, indecisa, como si quisiera huir.

—No sabía cómo decírtelo —murmuró—. Pensé que te enfadarías… o que no te importaría.

Sentí un dolor punzante en el pecho. ¿Cómo podía pensar eso de mí? ¿En qué momento le di motivos para creer que no me importaba?

—¿Por qué se lo contaste antes a Mercedes?

Lucía se encogió de hombros.

—Ella… estaba ahí cuando me enteré. Me acompañó al médico porque tú estabas trabajando.

La culpa me golpeó como una ola helada. Siempre trabajando, siempre ocupada… ¿y para qué? ¿Para perderme los momentos más importantes de su vida?

—Lucía, yo…

—No pasa nada, mamá —me interrumpió—. Ya estoy acostumbrada.

Se fue a su cuarto y cerró la puerta con suavidad. Me quedé sola en el salón, abrazando el silencio como si fuera una manta áspera y fría.

Los días siguientes fueron un desfile de reproches silenciosos y miradas esquivas. Mercedes llamaba a Lucía todos los días, le preguntaba cómo se sentía, le llevaba calditos y revistas para embarazadas. Yo intenté acercarme, pero cada vez que lo hacía sentía que Lucía levantaba un muro invisible entre nosotras.

Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché a Lucía hablando por teléfono con Mercedes:

—Sí, abuela, mañana voy contigo a la revisión…

Abuela. Ni siquiera había nacido el bebé y ya sentía que Mercedes ocupaba un lugar que yo nunca tuve.

Esa noche no pude dormir. Me revolví entre las sábanas pensando en todas las veces que prioricé el trabajo sobre mi hija: las funciones escolares a las que no fui, los cumpleaños celebrados deprisa porque tenía turno de tarde… ¿De qué sirvió todo ese sacrificio si ahora ella buscaba consuelo en otra mujer?

Al día siguiente decidí hablar con Lucía antes de que se fuera con Mercedes al médico.

—Lucía, espera un momento —le pedí mientras se ponía el abrigo.

Me miró con impaciencia.

—¿Qué pasa?

—Quiero ir contigo al médico hoy —dije con voz temblorosa—. Quiero estar contigo… aunque sea tarde para empezar a hacerlo bien.

Lucía dudó unos segundos. Vi en sus ojos una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—No hace falta, mamá. Ya voy con Mercedes.

Sentí que me desplomaba por dentro.

—Por favor —insistí—. Déjame intentarlo.

Lucía suspiró y asintió sin ganas. Fuimos juntas al centro de salud en silencio. En la sala de espera, ella miraba el móvil mientras yo repasaba mentalmente todo lo que quería decirle y no encontraba las palabras adecuadas.

Cuando entramos en la consulta y vi la ecografía en la pantalla, algo se rompió dentro de mí. Era mi nieto o nieta… y yo estaba allí por primera vez desde el principio.

Al salir del centro de salud, Lucía me miró por fin a los ojos.

—¿De verdad quieres estar aquí? —preguntó con voz baja—. ¿O solo lo haces porque te sientes culpable?

No supe qué responderle. Quizás ambas cosas eran ciertas.

Esa noche cenamos juntas sin decir mucho más. Pero sentí que algo había cambiado: un pequeño hilo invisible nos unía de nuevo, aunque fuera frágil y tembloroso.

Ahora escribo esto sentada en la cocina mientras Lucía duerme la siesta del embarazo en su cuarto. Pienso en todas las madres que luchan por acercarse a sus hijas cuando ya parece demasiado tarde… ¿Cuántas oportunidades perdemos por miedo o por orgullo? ¿Y cuántas veces dejamos que otros ocupen el lugar que nos corresponde simplemente porque no supimos estar presentes?

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa distancia insalvable con alguien a quien queréis? ¿Es posible reconstruir los puentes rotos o hay heridas que nunca llegan a cerrarse?