Grietas en la confianza: Cuando la amistad y el dinero se cruzan

—¿De verdad crees que puedes seguir así toda la vida, Lucía? —La voz de Eva retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Sus ojos, normalmente cálidos, ahora brillaban con una mezcla de rabia y decepción.

Me quedé paralizada, con las manos aún húmedas del agua del fregadero. El aroma a café recién hecho se mezclaba con la tensión insoportable que llenaba el pequeño piso de Lavapiés. Mi hija, Martina, jugaba en su habitación ajena al huracán que se desataba a pocos metros.

—No entiendo por qué tienes que juzgarme así —susurré, intentando mantener la compostura—. No es tan fácil como lo pintas.

Eva bufó y se cruzó de brazos. —No te juzgo, Lucía. Pero llevas años dependiendo de Álvaro para todo. ¿No te das cuenta de que te estás anulando? ¿Qué pasará si un día él se cansa o simplemente decide irse?

Sentí cómo una punzada de miedo me recorría el pecho. Era una pregunta que yo misma me había hecho en las noches más solitarias, cuando Álvaro llegaba tarde del despacho y yo repasaba mentalmente cada gasto del mes. Pero nunca había tenido el valor de decirlo en voz alta.

—Álvaro me quiere —respondí, casi como una niña pequeña defendiendo su juguete favorito—. Siempre ha estado ahí para mí y para Martina. No necesito más.

Eva negó con la cabeza, frustrada. —Eso no es amor, Lucía. Eso es comodidad. Y tú vales mucho más que eso.

La discusión terminó abruptamente cuando Eva cogió su bolso y salió dando un portazo. El eco de su despedida resonó en mi cabeza durante horas. Me senté en el sofá, abrazando mis rodillas, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse.

Recordé los primeros años con Álvaro: los paseos por el Retiro, las cenas improvisadas en Malasaña, las promesas susurradas al oído bajo las luces de la Gran Vía. Todo parecía tan sencillo entonces. Yo estudiaba Historia del Arte y soñaba con trabajar en un museo; él ya tenía claro que sería abogado. Cuando Martina nació, decidimos —o mejor dicho, decidí— que lo mejor era quedarme en casa unos años. «Ya tendrás tiempo para trabajar», me decía Álvaro mientras me acariciaba el pelo.

Pero los años pasaron y el tiempo nunca llegó. Cada vez que intentaba buscar trabajo, algo se interponía: la falta de experiencia reciente, los horarios imposibles para conciliar con la guardería, la mirada de Álvaro cuando le decía que quería volver a estudiar. «¿Para qué? Si no nos falta de nada», repetía él.

Eva siempre fue mi refugio. Nos conocimos en la universidad y desde entonces compartimos confidencias, risas y lágrimas. Ella sí había luchado por su independencia: trabajaba como periodista freelance y aunque a veces llegaba justa a fin de mes, siempre tenía historias fascinantes que contar. Yo la admiraba y, en secreto, la envidiaba.

La discusión de hoy había abierto una grieta entre nosotras que no sabía si podría cerrarse. Pero también había abierto otra grieta dentro de mí: una duda sorda y persistente sobre mi propia vida.

Esa noche, mientras Álvaro cenaba frente al televisor y Martina dormía abrazada a su peluche favorito, me senté frente al portátil y busqué ofertas de trabajo. Sentí una mezcla de vértigo y esperanza al ver los anuncios: «Se busca auxiliar de museo», «Recepcionista para galería de arte»… Cerré los ojos e imaginé cómo sería mi vida si tuviera mi propio sueldo, mi propio espacio.

Al día siguiente llamé a Eva. Tardó en contestar y su voz sonaba fría.

—¿Qué quieres?

—Necesito hablar contigo —dije sin rodeos—. Tenías razón. No puedo seguir así.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono antes de que Eva suspirara.

—¿De verdad lo crees o solo lo dices porque te he presionado?

—Lo creo —admití—. Pero tengo miedo.

Eva vino esa tarde a casa. Nos sentamos juntas en el balcón mientras el sol caía sobre los tejados rojizos de Madrid.

—No tienes que hacerlo todo de golpe —me dijo—. Pero tienes que empezar por algún sitio. Por ti, no por nadie más.

Le conté mis dudas, mis miedos y mis sueños olvidados. Eva me escuchó sin interrumpir, como solo una verdadera amiga sabe hacer.

En los días siguientes empecé a enviar currículums. Álvaro no entendía mi repentina inquietud y nuestras conversaciones se volvieron tensas.

—¿No confías en mí? —me preguntó una noche mientras recogíamos la mesa.

—Confío en ti —respondí—. Pero también necesito confiar en mí misma.

Las semanas pasaron entre entrevistas fallidas y pequeños logros: una llamada para una suplencia en una galería, un curso online sobre gestión cultural… Poco a poco fui recuperando algo que creía perdido: mi voz.

La relación con Eva también cambió. Ya no era solo mi confidente; ahora era mi cómplice en este nuevo camino incierto pero necesario.

Un día, mientras paseaba con Martina por el parque del Oeste, me detuve a observar cómo jugaba con otros niños. Pensé en todo lo que quería enseñarle: la importancia de ser libre, de elegir su propio destino, de no depender nunca completamente de nadie.

Esa noche escribí en mi diario:

«¿Cuántas veces nos conformamos con menos por miedo a perder lo poco que tenemos? ¿Y si el verdadero error es no atrevernos a buscar algo más?»

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es egoísta querer algo más para una misma cuando todo parece estar bien desde fuera?