Hasta que la vida nos separe: El peso de los silencios

—¿Otra vez llegas tarde, Camila? —grité desde la cocina, mientras el arroz hervía y la olla amenazaba con desbordarse. No hubo respuesta. El portazo fue su única contestación. Me quedé inmóvil, con la cuchara en el aire, sintiendo cómo el silencio se hacía más denso, como si llenara cada rincón del pequeño departamento en Villa del Sol, ese barrio donde todos se conocen pero nadie se atreve a preguntar demasiado.

Recuerdo cuando Camila era pequeña y corría a mis brazos después de la escuela, contándome cada detalle de su día. Ahora, apenas me mira. Desde que empezó a salir con ese muchacho, Julián, todo cambió. Las notas bajaron, las mentiras aumentaron y las noches se volvieron eternas para mí, esperando escuchar el sonido de la llave en la puerta.

—Mamá, no empieces —me dijo una noche, mientras buscaba algo en la heladera—. No quiero hablar.

—¿No quieres hablar? ¿Desde cuándo? Antes me contabas todo —le respondí, luchando por no llorar.

—La vida cambia, mamá. No soy una nena —me contestó con frialdad.

No supe qué decirle. Me sentí vieja y cansada. Recordé a mi propia madre, gritándome lo mismo cuando yo tenía su edad. ¿Será que estamos condenadas a repetir los mismos errores?

En el barrio todos murmuran. «La hija de Verónica anda en malos pasos», escuché una vez en la panadería. Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué nadie pregunta cómo estoy yo? ¿Por qué nadie ve el esfuerzo que hago para mantenernos a flote desde que su papá nos dejó por otra familia en Santa Cruz?

Una tarde, mientras lavaba la ropa en el patio, escuché risas y música fuerte en la casa de al lado. Era Julián y sus amigos. Vi a Camila entre ellos, con una cerveza en la mano. Sentí un nudo en el estómago. Salí corriendo y la llamé:

—¡Camila! ¡Vení para acá!

Ella me miró con desprecio y siguió riendo. Los chicos se burlaron de mí. Sentí que perdía autoridad, que ya no era nadie para ella.

Esa noche discutimos fuerte. Le grité cosas horribles, cosas que una madre nunca debería decir. Ella me respondió con insultos y se encerró en su cuarto. Lloré hasta quedarme dormida en el sillón.

Los días pasaron y Camila empezó a faltar a clases. La directora me llamó:

—Señora Verónica, su hija está a punto de perder el año. ¿Sabe lo que está pasando?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que no puedo controlar a mi hija? ¿Cómo decirle que tengo miedo de perderla para siempre?

Una noche, Camila no volvió a casa. Llamé a sus amigas, recorrí el barrio, fui hasta la comisaría. Nadie sabía nada. Sentí que me ahogaba en mi propia desesperación. Pensé lo peor: drogas, violencia, trata… En este país uno nunca sabe.

A las cinco de la mañana escuché la llave en la puerta. Corrí y la abracé tan fuerte que casi la asfixio.

—¡Nunca más me hagas esto! —le grité entre sollozos.

Ella me miró con los ojos rojos y cansados.

—No me entiendes, mamá. Nadie me entiende —susurró.

Esa noche hablamos por primera vez en mucho tiempo. Me contó que Julián la había presionado para probar cosas que no quería, que se sentía sola y perdida desde que su papá se fue, que odiaba verme triste pero no sabía cómo ayudarme.

Lloramos juntas hasta que salió el sol. Le prometí que haríamos todo lo posible para salir adelante juntas.

No fue fácil. Hubo recaídas, peleas y silencios incómodos. Pero también hubo abrazos sinceros, charlas largas y risas inesperadas.

Hoy Camila está terminando el colegio nocturno y trabaja medio tiempo en una librería del centro. Nuestra relación sigue siendo complicada, pero aprendimos a escucharnos sin juzgar tanto.

A veces me pregunto si hice lo correcto como madre. ¿Cuántas veces lastimamos a quienes más amamos por miedo o por orgullo? ¿Cuántas madres viven este mismo infierno en silencio?

¿Y ustedes? ¿Hasta dónde llegarían por sus hijos? ¿Qué harían diferente si pudieran volver atrás?