Herencia de Sangre Ajena: El Secreto de la Casa de los Gutiérrez
—¿Quién es ese hombre, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija pequeña, mientras yo apenas podía sostenerme en pie frente al féretro de Andrés. El aire olía a claveles y a lluvia, y la iglesia de San Pedro estaba tan llena de susurros como de lágrimas. No tuve tiempo de responderle. A la salida del cementerio, un hombre alto, con el rostro surcado de arrugas y una mirada dura como el granito de las montañas asturianas, se plantó ante nosotros.
—María Gutiérrez, supongo —dijo, sin molestarse en tenderme la mano—. Soy Ramón Gutiérrez. El padre de Andrés.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Andrés nunca me habló de su padre. Siempre pensé que era huérfano, o que había algún secreto doloroso en su pasado. Pero ahora ese secreto tenía nombre, apellidos y una voz grave que retumbaba en mi pecho.
—¿Qué quiere usted? —pregunté, intentando mantener la compostura mientras Lucía se aferraba a mi falda.
Ramón me miró con desdén.
—Vengo a reclamar lo que es mío. Esta casa era de mi familia antes de que Andrés se la quedara. Y según la ley, ahora me pertenece.
No podía creer lo que oía. ¿Después de todo lo que habíamos pasado? ¿Después de perder a mi marido en un accidente absurdo en la fábrica de papel? ¿Ahora tenía que pelear también por el techo bajo el que crecieron mis hijos?
Esa noche no dormí. Escuchaba el viento golpear las contraventanas y pensaba en las palabras de Ramón. ¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Por qué aparecer justo ahora? Mi hermana Carmen vino a verme al día siguiente.
—No puedes dejarte pisotear, María —me dijo, apretando mi mano con fuerza—. Esa casa es tuya. Andrés te la dejó en el testamento.
Pero cuando fuimos al notario, descubrimos la verdad: Andrés nunca llegó a firmar los papeles. Todo estaba en el aire. Y Ramón lo sabía.
Los días siguientes fueron un infierno. Ramón venía cada mañana, golpeando la puerta con sus nudillos callosos, exigiendo que le entregara las llaves. Los vecinos murmuraban al verme pasar por la plaza del pueblo; algunos me miraban con compasión, otros con esa mezcla de curiosidad y desprecio tan típica en los pueblos pequeños.
Mis hijos empezaron a tener pesadillas. Lucía lloraba por las noches; Pablo, mi hijo mayor, se encerraba en sí mismo y apenas hablaba. Yo sentía que me ahogaba en mi propio dolor y rabia.
Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, Ramón apareció en el patio trasero.
—No quiero hacerte daño, María —dijo, por primera vez con un tono menos áspero—. Pero esa casa es parte de mi historia. No puedo dejarla ir así como así.
Me volví hacia él, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y nuestra historia? ¿La de tus nietos? ¿No cuenta para nada?
Ramón bajó la mirada. Por un instante creí ver en él algo parecido al remordimiento. Pero enseguida endureció el gesto y se marchó sin decir palabra.
Carmen me animó a buscar ayuda legal. Fui a ver a don Julián, el abogado del pueblo.
—La ley está de su parte —me dijo con voz cansada—. Pero hay algo más fuerte que la ley: la voluntad del pueblo. Si consigues que los vecinos te apoyen, quizá Ramón recapacite.
Así que empecé a hablar con todos: con doña Pilar, la panadera; con Tomás, el cartero; incluso con el párroco. Les conté mi historia, les pedí apoyo. Poco a poco, sentí cómo el pueblo empezaba a ponerse de mi lado.
Un domingo por la mañana, después de misa, Ramón se encontró rodeado por media docena de vecinos en la plaza.
—Déjala en paz —le dijo Tomás—. Esa casa es para sus hijos. Ya has hecho bastante daño.
Ramón no respondió. Se marchó cabizbajo, y durante días no supimos nada de él.
Pero la batalla no había terminado. Unos días después recibí una carta certificada: Ramón había iniciado un proceso judicial para reclamar la casa.
Me derrumbé. Sentí que todo estaba perdido. Pero entonces Pablo se acercó y me abrazó con fuerza.
—No te rindas, mamá —me susurró—. Papá querría que lucharas por nosotros.
Esas palabras me dieron fuerzas para seguir adelante. Preparé todos los papeles posibles, busqué testigos, hablé con antiguos amigos de Andrés que pudieran dar fe de su voluntad.
El día del juicio fue uno de los más largos de mi vida. Ramón estaba allí, serio e imperturbable. Yo temblaba por dentro, pero cuando llegó mi turno hablé con el corazón en la mano.
—Esta casa no es solo ladrillos y tejas —dije ante el juez—. Es el hogar donde crié a mis hijos junto a Andrés. Es nuestro refugio, nuestro recuerdo vivo de él.
El juez escuchó en silencio y luego pidió un receso. Cuando volvió a entrar en la sala, supe por su mirada que algo había cambiado.
—He tomado una decisión —anunció—. Aunque legalmente don Ramón tiene derecho a reclamar la propiedad, considero que existen circunstancias excepcionales y recomiendo llegar a un acuerdo familiar.
Ramón me miró largo rato antes de hablar.
—Andrés fue mi hijo —dijo al fin—. Y aunque no estuve presente en su vida, no quiero ser yo quien destruya lo poco que os queda de él.
Firmamos un acuerdo: yo podría quedarme en la casa mientras mis hijos fueran menores de edad; después decidiríamos juntos qué hacer con ella.
No era una victoria total, pero era suficiente para respirar tranquila otra vez.
Hoy, cuando veo a Lucía y Pablo jugar en el jardín donde tantas veces reímos con Andrés, me pregunto si realmente somos dueños de algo más allá del amor y los recuerdos compartidos.
¿De verdad importa la sangre cuando lo único que nos sostiene es el cariño? ¿Qué haríais vosotros si tuvierais que elegir entre justicia y compasión?