Herencia de silencios: Cuando el dinero separa lo que el amor unió
—¡Es lo justo, Lucía! Yo he sacrificado mucho más que tú. He cuidado de mamá cuando tú te fuiste a Madrid a estudiar. He pagado facturas, he estado aquí cuando papá enfermó… ¿Por qué tengo que recibir lo mismo que tú?— La voz de Marta retumbó en el salón, tan afilada como el frío de enero que se colaba por las ventanas del piso antiguo de nuestra madre.
Yo apreté los puños bajo la mesa. Sentí cómo la rabia y la culpa se mezclaban en mi pecho. Miré a mamá, sentada entre nosotras, con las manos temblorosas sobre el mantel de cuadros. Sus ojos, cansados y húmedos, buscaban una solución imposible.
—Marta, hija, no se trata de quién ha hecho más o menos. Vuestro padre y yo siempre quisimos que todo fuera igual para las dos. El dinero no puede medir el amor ni los sacrificios— dijo Carmen con voz quebrada.
Pero Marta no escuchaba. Nunca lo hacía cuando sentía que tenía razón. Desde pequeñas, ella había sido la mayor, la que mandaba, la que decidía a qué jugábamos y quién se sentaba junto a mamá en el coche. Yo era la pequeña, la obediente, la que callaba para evitar discusiones.
—¿Igualdad?— bufó Marta—. ¡Tú no sabes lo que es quedarse aquí mientras tu hermana vive su vida en la capital! Yo me he dejado la piel por esta familia. No es justo.
El silencio cayó como una losa. Afuera, los coches pasaban indiferentes por la calle Mayor de Salamanca, ajenos al drama que se cocía en nuestro hogar.
Recordé tantas noches en las que llamaba a casa y mamá me decía: “Tu hermana está cansada, ha tenido un día duro”. Yo sentía culpa por estar lejos, por perseguir mis sueños mientras Marta se quedaba atrapada en la rutina del pueblo. Pero también sabía que nunca me lo perdonaría del todo.
—Marta…— intenté decir algo, pero ella me interrumpió.
—No quiero tus disculpas. Quiero lo que me corresponde. Si no fuera por mí, esta casa ya estaría vendida y mamá en una residencia cualquiera.
Carmen sollozó bajito. Me acerqué a ella y le cogí la mano. Sentí su fragilidad, su miedo a perdernos a las dos.
—No puedo obligaros a estar de acuerdo— murmuró—. Pero os ruego que no dejéis que esto os separe.
Marta se levantó bruscamente y salió al pasillo. Oí cómo golpeaba la puerta de su habitación. Mamá y yo nos quedamos solas en el salón, rodeadas de fotos familiares: veranos en Galicia, cumpleaños con tartas caseras, navidades con risas… Todo parecía tan lejano ahora.
—¿Por qué tiene que ser así?— pregunté en voz baja.
Mamá suspiró.
—El dinero saca lo peor de las personas, Lucía. Pero también es el miedo: miedo a no ser suficiente, miedo a quedarse sola…
Esa noche dormí poco. Oí a Marta llorar tras la puerta cerrada. Pensé en llamarla, en pedirle perdón por haberme ido, por haber dejado sobre sus hombros el peso de cuidar a mamá y a papá. Pero también pensé en mis propios sacrificios: los años lejos de casa, las ausencias en fechas importantes, el esfuerzo por mantenerme sola en Madrid.
A la mañana siguiente desayunamos en silencio. Marta apenas me miraba. Mamá intentó hablar del tiempo, de las noticias, pero todo sonaba hueco.
Días después fuimos al notario. El testamento era claro: todo a partes iguales. Marta firmó con gesto amargo. Al salir, me miró por primera vez en días.
—No quiero tu compasión ni tu amistad— dijo—. Solo quiero que sepas lo que has hecho.
Me quedé helada. Quise abrazarla, decirle que nada valía más que nuestra familia… pero ya era tarde.
Pasaron meses sin hablarnos. Mamá enfermó poco después y tuve que volver al pueblo más veces de las que hubiera querido. Cada vez que veía a Marta en el hospital, sentía una punzada de dolor y nostalgia por lo que fuimos y ya no éramos.
El día del entierro de mamá llovía sin parar. Marta y yo caminamos juntas detrás del féretro, pero había un abismo entre nosotras imposible de salvar.
Ahora escribo esto desde el piso vacío de mi madre. Las paredes guardan ecos de risas y peleas antiguas. Me pregunto si algún día podré perdonar a Marta… o si ella podrá perdonarme a mí.
¿Vale la pena perder a una hermana por una herencia? ¿O es solo una excusa para sacar a la luz todo lo que nunca nos atrevimos a decirnos?