Herencia dividida: el día que mi familia se rompió en dos
—¿Por qué no me lo dijiste antes, papá? —grité, con la voz rota, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del salón. Mi padre, sentado en su butaca de siempre, bajó la mirada. Su silencio era más cruel que cualquier explicación.
Era una tarde de noviembre en Madrid, de esas en las que la lluvia parece querer limpiar las calles y los pecados. Yo acababa de llegar del trabajo, agotada, cuando mi padre me pidió que me sentara. No imaginaba que esa conversación iba a cambiarlo todo.
—Marta —dijo, con ese tono grave que usaba cuando algo era serio—, tengo que contarte algo importante. Es sobre la casa… y sobre tu hermano.
—¿Mi hermano? ¿Qué hermano? —pregunté, sintiendo cómo se me helaba la sangre.
Fue entonces cuando me confesó que tenía un hijo fuera del matrimonio, fruto de una relación de juventud. Se llamaba Luis. Solo lo había visto una vez, en el funeral de su madre, hacía años. Para mí era un desconocido. Pero ahora, mi padre quería dejarle la mitad de la casa familiar.
—Es lo justo —dijo él, sin mirarme—. Es mi hijo también.
Sentí rabia, traición y una tristeza infinita. ¿Justo? ¿Justo para quién? Mi madre había muerto hacía cinco años, creyendo que yo era hija única. Habíamos compartido esa casa toda la vida: los veranos en la terraza, las Navidades con olor a turrón y villancicos desafinados… ¿Y ahora tenía que compartirlo todo con un extraño?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en mi infancia, en los sacrificios de mi madre para mantenernos a flote cuando mi padre se quedó sin trabajo. Pensé en los cuadros torcidos del pasillo, en las marcas de altura en la puerta de la cocina… Todo eso iba a ser también de Luis.
Al día siguiente, llamé a mi mejor amiga, Carmen. Necesitaba desahogarme.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó ella.
—No lo sé. No puedo evitar sentirme traicionada. Pero tampoco quiero ser injusta…
Carmen suspiró al otro lado del teléfono.
—Marta, es tu derecho sentirte así. Pero también tienes derecho a defender lo que es tuyo.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi padre insistía en que conociera a Luis. Decía que era un buen chico, que no tenía culpa de nada. Pero yo no podía evitar imaginarme a ese desconocido entrando en mi casa, tocando mis cosas, reclamando lo que nunca fue suyo.
Finalmente accedí a verle. Quedamos en una cafetería cerca de Sol. Cuando llegó, me sorprendió lo mucho que se parecía a mí: los mismos ojos oscuros, la misma forma de fruncir el ceño.
—Hola, Marta —dijo él, nervioso—. Sé que esto es raro para ti… Para mí también lo es.
No supe qué decirle. Durante media hora hablamos de todo y de nada: del trabajo, del fútbol, del tiempo. Pero había un muro invisible entre nosotros.
—No quiero quitarte nada —me dijo al final—. Solo quiero lo que me corresponde… y quizá conocerte un poco.
Salí de allí más confundida que nunca. ¿Era egoísta por no querer compartir? ¿O era simplemente humana?
En casa, mi padre me esperaba con los ojos llenos de esperanza y miedo.
—¿Y bien? —preguntó.
—No lo sé, papá. No sé si podré perdonarte algún día por esto.
Los meses pasaron y el tema de la herencia se convirtió en una sombra constante. Las comidas familiares eran tensas; apenas hablábamos más allá de lo imprescindible. Mi padre envejecía por días y yo sentía que perdía no solo una casa, sino también la imagen del hombre al que siempre había admirado.
Un día recibí una carta de Luis. Decía que no quería problemas ni dinero; solo quería saber si algún día podríamos ser hermanos de verdad. Me quedé mirándola largo rato, con lágrimas en los ojos.
La vida siguió su curso. Mi padre falleció ese verano, dejando la casa dividida entre nosotros dos. El día que firmamos los papeles ante notario sentí un vacío inmenso. Luis me miró con tristeza y me ofreció la mano.
—Podemos venderla y repartir —sugirió— o… podemos intentar empezar de cero.
No respondí en ese momento. Hoy sigo viviendo en esa casa, con sus recuerdos y sus fantasmas. Luis y yo hablamos de vez en cuando; no somos hermanos al uso, pero tampoco somos enemigos.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a mi padre o si podré sentir esta casa como mía otra vez. ¿Qué haríais vosotros? ¿Se puede reconstruir una familia después de una traición así?