Herencia en la Gran Vía: Entre el Amor y la Traición

—¡No pienso dejar que te aproveches de mi hijo!—gritó Ruby, su voz retumbando en el pasillo estrecho de nuestro piso en Lavapiés. Era una noche de enero, el viento azotaba las ventanas y yo, con el corazón encogido, sostenía la taza de té que se me enfriaba entre las manos. Anthony, mi marido, estaba sentado en el sofá, mirando al suelo, incapaz de sostenerle la mirada a su madre.

Nunca imaginé que mi vida se vería reducida a un campo de batalla por un piso heredado. Yo, Marta, hija de padres que nunca tuvieron nada propio más allá de las paredes alquiladas donde crecí, me enamoré de Anthony porque era diferente: callado, sensible, con una tristeza antigua en los ojos. Su padre había muerto hacía años, dejándole ese pequeño piso en la Gran Vía que para nosotros era un palacio. Su madre, Ruby, siempre fue una presencia incómoda: dura, desconfiada, con esa manera de mirar que te hacía sentir culpable solo por existir.

La primera vez que Anthony me llevó a conocerla, me recibió con un silencio glacial y una pregunta directa:—¿Y tú qué buscas aquí?—. No supe qué responder. Desde entonces supe que nunca sería suficiente para ella.

Cuando Anthony y yo decidimos casarnos, pensé ingenuamente que las cosas mejorarían. Pero Ruby se presentó en nuestra casa con una carpeta llena de papeles y una advertencia:—Ese piso es de mi hijo y solo suyo. No quiero ver tu nombre en ninguna parte.—

No le di importancia. Anthony y yo nos amábamos y eso era lo único que importaba. O eso creía.

El día que Anthony me pidió matrimonio fue sencillo pero perfecto: una cena casera, velas baratas del chino de la esquina y una promesa de futuro juntos. Pero la felicidad duró poco. A las semanas, Ruby empezó a llamarle cada noche, a veces llorando, otras veces gritando. Decía que yo le estaba alejando de ella, que le manipulaba para quedarme con todo.

—¿Por qué no puedes poner el piso a nombre de los dos?—le pregunté una noche a Anthony.

Él suspiró.—No quiero problemas con mi madre. Ya sabes cómo es.—

Lo sabía. Pero no podía imaginar hasta dónde llegaría.

Un día recibimos una carta certificada: Ruby nos demandaba. Alegaba que yo había manipulado a Anthony para que le dejara el piso solo a él y que, como madre y exmujer del difunto propietario, tenía derecho a una parte del valor del piso. El mundo se me vino abajo.

Los meses siguientes fueron un infierno. Abogados, papeles, reuniones interminables. Mi sueldo como administrativa apenas alcanzaba para pagar mis gastos y ahora tenía que ayudar a Anthony con los honorarios del abogado. Nuestra relación empezó a resquebrajarse bajo el peso de la presión.

—¿Por qué no podemos vender el piso y empezar de cero?—le propuse una noche después de otra discusión con Ruby.

—Es lo único que me queda de mi padre.—me respondió Anthony con los ojos llenos de lágrimas.

La demanda avanzó y la familia se dividió aún más. Los primos de Anthony dejaron de hablarnos; algunos amigos comunes nos evitaban para no verse envueltos en el escándalo. Mi madre me llamaba cada semana para decirme que saliera corriendo de esa familia «tóxica».

Pero yo no podía abandonar a Anthony. Le veía cada vez más hundido, más solo. Empezó a beber más de la cuenta; algunas noches ni siquiera volvía a casa. Yo me quedaba sentada en la cocina, mirando las luces de la Gran Vía por la ventana y preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en esto.

El juicio fue largo y humillante. Ruby se sentó frente a nosotros con su abogado, relatando historias sobre cómo yo había llegado «de la nada» para aprovecharme del patrimonio familiar. Me sentí desnuda ante el juez y los desconocidos que llenaban la sala.

Al final, el juez falló a nuestro favor: el piso era legalmente de Anthony. Pero la victoria supo amarga. La relación con Ruby quedó rota para siempre; Anthony nunca volvió a ser el mismo. Nuestro compromiso se fue apagando poco a poco hasta que un día él hizo las maletas y se marchó sin decir adiós.

Me quedé sola en ese piso enorme y vacío, rodeada de recuerdos y facturas impagadas. A veces pienso que Ruby tenía razón: llegué sin nada y me fui igual, pero con el corazón hecho trizas.

Ahora me pregunto: ¿vale la pena luchar por lo material cuando lo verdaderamente importante se desmorona? ¿Cuántas familias se rompen por culpa del dinero? ¿Y vosotros? ¿Habéis vivido algo parecido?