Herencias, ausencias y puertas abiertas: la historia de una casa que nunca fue solo mía
—¿Otra vez aquí, Lucía? ¿No tienes tu propia casa? —Mi voz resuena en el pasillo vacío, rebotando contra las paredes que aún huelen a la colonia de mi madre.
Lucía, mi prima, ni siquiera se inmuta. Está sentada en el sofá del salón, con los pies descalzos sobre la mesa de centro, viendo la televisión como si fuera la dueña de todo. Me mira de reojo y sonríe, como si mi enfado fuera una broma.
—Ay, Marta, no te pongas así. Esta casa siempre fue de todos. Además, aquí me siento cerca de la tía Carmen —dice, refiriéndose a mi madre, muerta hace apenas seis meses.
Me quedo de pie en el umbral, apretando las llaves en el puño. Siento una punzada en el pecho. No sé si es rabia o tristeza. Desde que mis padres murieron —primero mi padre, luego mi madre, y poco después mi abuela— las casas que heredé se han convertido en un desfile de familiares que entran y salen a su antojo. Como si las puertas estuvieran siempre abiertas para todos menos para mí.
Mi hermano, Álvaro, murió en un accidente de moto hace dos años. Desde entonces, la familia parece haber decidido que mis casas son el refugio perfecto para sus propias crisis: divorcios, peleas, mudanzas temporales. Nadie pregunta si me molesta. Nadie parece recordar que yo también estoy de luto.
—¿Sabes lo que me dijo mamá antes de morir? —le pregunto a Lucía, sin esperar respuesta—. Que cuidara de la familia. Pero no creo que se refiriera a esto.
Lucía apaga la tele y se incorpora. Por un momento veo en sus ojos algo parecido a la culpa, pero enseguida lo esconde tras una sonrisa forzada.
—Marta, todos estamos sufriendo. No eres la única que ha perdido —dice en voz baja.
Me doy la vuelta antes de que vea las lágrimas asomando. Subo al cuarto de mi madre y cierro la puerta tras de mí. El olor a su perfume me golpea con fuerza. Me tumbo en la cama y abrazo una almohada, como si pudiera volver atrás en el tiempo.
Esa noche no duermo. Escucho los pasos de Lucía por la casa, el sonido del microondas, el agua corriendo en el baño. Cada ruido me recuerda que esta casa ya no es un hogar; es un refugio para todos menos para mí.
Al día siguiente encuentro a mi tía Pilar en la cocina, removiendo un café como si estuviera en su propia casa.
—Buenos días, Marta. He venido a dejarle unas cosas a Lucía —dice sin mirarme.
—¿Y por qué no me avisas antes de entrar?
—Ay, hija, siempre tan susceptible. Esta casa era de tu abuela. Aquí hemos pasado todas las Navidades juntas —responde con ese tono condescendiente que siempre me ha sacado de quicio.
Me siento invisible. Como si mi dolor fuera menos válido porque soy joven y «tengo toda la vida por delante». Como si heredar estas casas fuera un premio y no una carga.
Esa tarde decido irme a la otra casa, la del pueblo donde crecí con mi padre antes del divorcio. Al llegar, encuentro a mi primo Sergio en el jardín, regando las plantas como si fuera el jardinero oficial.
—¡Marta! Qué sorpresa —dice con una sonrisa demasiado amplia—. He traído a los niños para que jueguen un rato.
Veo a sus hijos corriendo por el pasillo, dejando huellas de barro en el suelo recién fregado. Siento una mezcla de rabia y resignación.
—¿No crees que deberías preguntar antes de venir?
Sergio se encoge de hombros.
—Pensé que te haría ilusión vernos por aquí. Además, esta casa siempre fue muy alegre con niños.
Me encierro en el despacho de mi padre y cierro los ojos. Recuerdo las tardes de verano jugando al parchís con él y Álvaro, las discusiones sobre fútbol, las risas que ahora parecen tan lejanas.
Por la noche llamo a mi amiga Elena.
—No puedo más —le confieso entre sollozos—. Siento que no tengo ningún sitio propio. Todos creen que pueden venir cuando quieran porque son familia.
Elena guarda silencio unos segundos antes de responder:
—Marta, tienes derecho a poner límites. No tienes por qué cargar con todo solo porque heredaste las casas.
Pero ¿cómo se ponen límites cuando lo único que te queda es la familia? ¿Cómo decirles que se vayan cuando sabes que tú también te quedarás sola?
Días después organizo una comida familiar para hablarlo abiertamente. Todos vienen: Lucía, Sergio, tía Pilar y hasta mi primo Javier con su nueva novia.
—Quiero hablaros de algo importante —digo mientras sirvo el vino—. Sé que todos estáis pasando momentos difíciles, pero necesito que entendáis que estas casas son mi hogar ahora. Necesito espacio para llorar y reconstruirme.
Lucía baja la mirada. Sergio asiente en silencio. Tía Pilar frunce el ceño pero no dice nada.
—No quiero cerrar las puertas a nadie —continúo— pero necesito que me aviséis antes de venir. Y sobre todo, necesito sentir que respetáis mi dolor y mi espacio.
Por primera vez desde que murieron mis padres siento que me escuchan. No sé si cambiará algo, pero al menos he dicho lo que siento.
Esa noche recorro cada habitación vacía y hablo en voz alta con los fantasmas del pasado:
—¿De verdad es posible reconstruir un hogar cuando todos lo sienten suyo menos tú? ¿O es este el precio de ser la última en pie?