Herencias rotas: el precio de un adiós
—¿Y ahora qué, Lucía? ¿Vas a quedarte también con la vajilla de mamá? —La voz de mi hermano Sergio retumbó en el salón vacío, rompiendo el silencio que hasta entonces solo llenaba el tic-tac del viejo reloj de pared.
Me quedé quieta, con las manos apoyadas en la mesa, sintiendo bajo los dedos el relieve del mantel bordado por mi madre hace años. El mismo mantel que cubría la mesa cada Navidad, cuando papá cortaba el pan con paciencia y nos hacía reír con sus historias de juventud en Salamanca. Ahora, ese mismo mantel parecía una frontera entre nosotros.
—No es momento para esto, Sergio —susurré, pero mi voz tembló. Ni siquiera yo me creía esas palabras. No era momento, pero lo era. Porque la muerte de papá había abierto una grieta que ya nadie sabía cómo cerrar.
Mi hermana pequeña, Carmen, se sentó en el sillón de orejas junto a la ventana. Acariciaba distraída el asa rota del viejo tazón de papá, ese que nunca quiso tirar aunque mi madre protestara cada vez que lo veía en la mesa.
—¿Sabéis qué? Me da igual la vajilla, los cuadros o el dinero. Lo único que quería era despedirme de papá en paz —dijo Carmen, y su voz se quebró. Nadie respondió. Ni siquiera el gato, que se había escondido bajo la cama desde que la casa se llenó de murmullos y pasos extraños.
La abogada llegó puntual a las cinco. Traía una carpeta azul y una expresión neutra, como si estuviera acostumbrada a ver familias desmoronarse entre firmas y testamentos. Nos sentamos alrededor de la mesa. Sergio no me miraba; Carmen tenía los ojos rojos; yo sentía un nudo en el estómago que no me dejaba respirar.
—Según las últimas voluntades de don Manuel García… —empezó la abogada, pero ya nadie escuchaba. Cada palabra era una piedra más sobre el recuerdo de mi padre.
El piso en el centro de Valladolid, la casa del pueblo en Zamora, las cuentas del banco, los ahorros para los nietos que nunca llegaron… Todo se convirtió en cifras y porcentajes. Sergio exigía justicia; Carmen solo quería marcharse; yo intentaba recordar cómo sonaba la risa de papá cuando nos veía discutir por tonterías.
—Papá siempre dijo que lo importante era la familia —dije en voz baja, pero Sergio soltó una carcajada amarga.
—Eso decía cuando le convenía. Pero bien que dejó todo sin aclarar para ver si nos matábamos entre nosotros —espetó él.
Sentí rabia, tristeza y vergüenza. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿En qué momento dejamos de ser hermanos para convertirnos en rivales?
Esa noche dormí en mi antigua habitación. El techo seguía cubierto de estrellas fosforescentes que pegamos cuando éramos niños. Me pregunté si alguna vez volveríamos a reír juntos bajo esas mismas estrellas.
Al día siguiente, Sergio llegó temprano. Traía una caja con fotos antiguas y cartas de papá. Se sentó frente a mí y durante un instante vi en sus ojos al niño que fue, no al hombre enfadado en que se había convertido.
—¿Te acuerdas del verano del 92? —preguntó, sacando una foto donde los tres estábamos en el río, con los pies llenos de barro y la cara manchada de sandía.
Asentí. Carmen entró en ese momento y se quedó mirando la foto en silencio.
—Papá nunca nos enseñó a pelear por dinero —dijo ella—. Pero tampoco nos enseñó a perdonar.
Nadie respondió. La caja de fotos pasó de mano en mano. Cada imagen era un recordatorio de lo que habíamos perdido: no solo a papá, sino también la inocencia de creer que la familia era indestructible.
El funeral fue frío. La gente hablaba en susurros; algunos vecinos murmuraban sobre el reparto de la herencia como si fuera un partido de fútbol. Yo solo quería volver a casa y cerrar la puerta para siempre.
Pero al llegar al portal, Sergio me detuvo.
—Lucía, no quiero perderte también a ti —dijo con voz ronca—. Lo siento por todo esto. No sé cómo arreglarlo.
Le abracé sin decir nada. Carmen se unió al abrazo y por un momento sentí que papá estaba allí, sonriendo desde algún rincón del salón.
Hoy la casa está vacía. El mantel sigue sobre la mesa; el tazón roto descansa junto a las fotos antiguas. No sé si algún día podremos perdonarnos del todo, pero quiero creer que sí.
¿De verdad merece la pena perder a una familia por unas paredes y unos números en una cuenta? ¿Cuántas familias más tendrán que romperse para aprenderlo?